Hace unos días cayó en mis manos (aunque mejor debiera decir en mi iTunes) un disco de título “Piano Tribute to Pink Floyd”. Como soy seguidor de la banda y amante irredento de los pianistas (al menos de los buenos) de jazz no pude resistirme y lo pasé a mi avejentado iPod.
Esto de los tributos tiene guasa. Escuchas la composición de alguien, pero rematada (y tiene doble sentido ese “re-matada”) por otro.
De leer a Ken Rockwell y su constante defensa y recomendación del objetivo 18-200 VR tenía ganas de comprarlo para llevarlo siempre encima, con la D200, y evitarme tener que andar cambiando de objetivo cada dos por tres.
Cuando voy de viaje (o cuando paseo por la isla o voy a un evento social) se da con mucha frecuencia que tenga que pasar de un angular a un teleobjetivo. El 18-200 te evita tener que estar cambiando constantemente de lente y evita, además de “perder la foto”, el peligro de que entre y caiga polvo en el sensor.
Se nos llena la boca cuando barruntamos a los cuatro vientos “libertad de expresión”, que no es más que una forma rimbombante de declarar “tengo todo el derecho a decir lo que me venga en gana; y te jodes”. Lo que en esencia, y salvo en los casos tipificados o recogidos en la Ley, es completa y absolutamente cierto. La libertad de expresión (como resultado de la libertad de opinión) es un derecho adquirido, y de momento mantenido, en la democracia que vino tras la Transición.