reverberaciones de una existencia
Si hay un tema del que me gusta hablar especialmente es de mí mismo. «Yo, yo y yo, es todo muy masculino» leí una vez y no sé si será cierto de forma general, pero en mi caso sí que lo es. ¿Pero para qué si no habría abierto y empezado yo este maldito sitio y encima usar «egolatría» como parte del título? ¿Para hablar del sexo de los ángeles?
El proceso es siempre el mismo. Empieza doliéndome la garganta. Sequedad intensa. Beber agua es sentir papel de lija bajándote por la garganta y la tráquea. Luego, dificultad para respirar. Mocos. Obstrucción nasal. Respirar por la boca, y más sequedad. Al par de días noto que baja a los pulmones. Tos. Más tos. Dolor punzante y ocasional. Dolor de cabeza. Mucho. Dificultad para dormir. Amanezco como un walking dead más. Y así durante unos días.
…mientras trajinaba pa’lante y pa’trás en la cocina, pude ver un fugaz reflejo de mi perfil en la ventana de la cocina —es lo que tiene cocinar de madrugada, que la oscuridad exterior convierte en espejos de feria los vidrios de las ventanas— y tuve la sincera sensación de parecerme cada vez más al grande Hitchcock. De ahí se derivaron dos hilos de pensamientos paralelos —para ello cuento con dos hemisferios cerebrales—.
Esta mañana abrí los ojos como platos tomando dura y plena conciencia de que no había sacado la comida del congelador el día anterior y que, por inducción deductiva, no tendría qué almorzar hoy en el trabajo. Soy pobre, como el banco insiste en recordarme, así que eso de comer fuera lo dejo para los jueves, salvo que la imperiosa necesidad se imponga, ya que el jueves viene a ser el día madrileño del colegueo restaurantil.
Soy un absoluto negado en la cocina. Y en muchas otras cosas. Pero ser un negado en muchas otras cosas no pone en peligro mi vida, ya que ser un negado en la cocina, viviendo sólo como vivo ahora, supone poder morir de hambre o alimentarme exclusivamente de pizzas, macarrones, hamburguesas y reventarme el corazón con trescientos kilos de grasa en las arterias. Mi mujer, una santa en muchos aspectos, y genial cocinera, no me ha dado por perdido e insiste en animarme a que me lance a comer mejor, que no más.
Me levanto muy temprano. No mucho más de lo que me obligaba a levantarme el insomnio producido por estrés laboral hace más de un año, pero sí lo suficientemente temprano como para que se note en el cuerpo a lo largo de la semana. El jueves fue una proeza levantarme a las cinco y veinte, cuando sonó el despertador. Mayor proeza supuso desayunar, refrescarme con una ducha rápida y salir a la calle con quince grados para coger el tranvía, luego el tren y, tras hora y media de paseo en total, sentarme en mi puesto de trabajo a las ocho para comenzar una jornada de nueve horas y media.
Por cuitas culinarias —tan sólo a mí se me ocurre tener el antojo de verdura al vapor cuando mi mujer me dejó el congelador repleto de exquisita comida, suficiente como para alimentarme varias semanas—, anoche no logré acostarme hasta hora y media más tarde de la hora límite que me había fijado para meterme en el sobre; que ya de por sí es tarde. Caí inconsciente en segundos pensando que, al menos cuatro horas y media de sueño serían suficientes para afrontar los retos del día siguiente.
A un panal de rica miel dos mil moscas acudieron, que por golosas murieron presas de patas en él. Otra dentro de un pastel enterró su golosina. Así, si bien se examina, los humanos corazones perecen en las prisiones del vicio que los domina.
Hoy me levanté recordando esta fábula de Samaniego, que mi abuelo me leía (o recitaba de memoria) de vez en cuando. Muchas veces, en respuesta a mi insistente petición.
Dicen que hay olores que disparan recuerdos. Hoy comprobé que también hay sonidos que disparan olores (ya puestos a hablar del olfato). En la sorpresa en tren del día de hoy, sonó este clasicazo:
Esta canción huele a verano en el campo con mis abuelos. A un mes en El valle de Agaete. A amistad sincera de los niños que acaban de conocerse y saben que tienen poco tiempo para divertirse juntos.
Hace ya cinco meses —vaya como pasa el tiempo— que estoy en Madrid. Llegué a finales de abril, con unos días cuya temperatura se podía considerar aún fresquita y agradable, que duraron más bien poco antes de empezar a subir el termómetro. Después de un verano especialmente caluroso —hay quien afirma que no ha sido para tanto—, esta última semana ha empezado a refrescar; principalmente de madrugada. El lunes pasado amaneció con 11° y me pilló por sorpresa al salir en camiseta de manga corta, como llevo haciendo todo el verano, para el trabajo.