universos que caben en la mano y alimentan el espíritu
Hay novelas de Terry Pratchett que cuesta un poco más leer, y otras que se leen de forma rápida, de cuyo mérito deberíamos culpar a la especial dosis de humor con que las pergeña. ‘Brujerías’ es una de esas novelas que se te pasan rápido, muy rápido, leyendo las calamitosas y ridículas situaciones en las que se meten un par de brujas de pueblo a causa de su particular forma de ver las cosas.
Los libros, como lo son las películas, los discos y cualquier otro artículo de consumo que se busque para matar el tiempo, llenar los momentos de soledad o, simplemente, disfrutar con pasión del acto de su consumo, y no necesariamente en el sentido mercantil de la palabra, no dejan de suponer formas de accidente en nuestro camino por la existencia. Forma particular de accidente, cierto es, pero accidente al fin y al cabo, en el que uno puede distinguir un principio, el momento en que posa la mirada en el primer renglón del primer párrafo de la primera página, un nexo, cuando se va reconociendo los nombres y/o las intenciones de los personajes, y un final, cuando llega el momento de despedirte, tal vez de forma definitiva, a veces con signos de ruptura irreconciliable, o con la sensación de que, haciendo uso y abuso de una frase especialmente memorable del cine, «podría ser el comienzo de una gran amistad».
Hace tiempo que tengo aparcada la serie Mundodisco, libros divertidos del genial Terry Pratchett. Aunque yo empecé leyéndolos de forma algo desorganizada al principio (en realidad me leí dos que vendrían a caer casi en medio de la colección), al poco comencé a leerlos desde el principio. Tal como voy publicando las reseñas. En orden.
El quinto libro de la serie es ‘Rechicero’, tercero de la saga del hilarante Rincewind, cobarde como pocos -bueno, he conocido alguno que lo es más-, pero con talento sobrenatural para meterse en todos los berenjenales en los que se puede meter alguien en el universo alternativo del descomunal platillo de tierra que sobrevuela el cosmos apoyado sobre cuatro descomunales elefantes que no hacen gran cosa sobre una aún más descomunal tortuga de dimensiones planetarias.
He repetido hasta la saciedad, y creo que lo seguiré haciendo con frecuencia, que soy un inconsciente que se deja llevar por el instinto coleccionista. A veces me da por la tecnología, en pretérito fue por los sellos, casi con constancia por la música, y en los últimos tiempos, casi de forma sistemática, por comprar libros. Desde hace un buen tiempo hasta la fecha, son muchas las constantes adquisiciones de literatura que expolian mis reservas monetarias.
Ya he confesado en más de una ocasión que me gusta muchísimo la prosa y el estilo de Terry Pratchett. En realidad, hablar de Terry Pratchett es hablar, casi en el noventa y nueve por ciento de los casos, de su serie Mundodisco, que a estas alturas tiene más libros que la Enciclopedia Inglesa volúmenes. Así que, por simple propiedad transitiva, me gusta muchísimo la prosa y el estilo de la serie Mundodisco.
Si todo ha ido relativamente bien en el viaje a Orlando, Florida, a primera hora de la tarde de hoy debería estar aterrizando en la isla que me vio nacer. Ello significa, inevitablemente, que mañana retomaré mi vida laboral y que, salvo que acontezca algo inaudito, en unos días, tal vez en no más de una semana, tenga que mudarme a Madrid. La estancia se prevé, con carácter de hipótesis, de una duración de seis meses.
Cuando me senté a hacer una breve reseña del libro ‘Travesuras de la niña mala’ lo primo que me vino a la cabeza son los desternillantes «resúmenes julay» que hace sulaco en sus entradas sobre películas. Plagiando esta técnica, diré del libro «un julay quinceañero se enchocha de una niña mona y se pasa cuatro décadas intoxicado por comer marisco en mal estado con regusto a plástico». Tampoco se me ocurre nada mejor.
Parece que fue ayer cuando leí ‘La meta’ y acto seguido encargué el resto de libros que tenía Goldratt publicados en español. Dice un amigo que a él no le gustaba leer hasta que leyó ‘La meta’. Entonces descubrió el tipo de libro que sí le gustaba leer. «A nadie le gusta leer hasta que descubre el tipo de libro que sí le gusta». Más o menos lo que a mí me pasaba con quince años con la ciencia ficción y la fantasía.
Mi relación con Orson Scott Card es rara. Me encanta y disgusta a partes iguales su literatura. Se convirtió en persona de mi entera adoración cuando leí, bastante joven, ‘El juego de Ender’, obra maestra donde las haya de la ciencia ficción. Sin embargo, seguidamente, conquistó mi más profundo desprecio -suena un poco fuerte, pero es que estoy intentando dar un toque dramático a la entrada de hoy-, tal vez porque lo idolatraba, con ‘La memoria de la Tierra’ (saga del retorno).
Leí por primera vez ‘Allegro ma non tropo’ cuando tenía diecinueve años, creo. Tampoco creo no equivocarme al decir que en aquella época, con las hormonas poniendo a prueba cualquier representación o formulación cuántica que pudiera intentarse de su movimiento, que al browniano lo dejaba en calma chicha, fenómeno que provocaba que tuviese la cabeza llena de grillos, como buen estudiante universitario, la interiorización que hiciera del texto no era, con mucho, la más adecuada en relación a su aprovechamiento intelectual futuro.