Hoy amanecíamos en el trabajo con un misterio. Una compañera me enseñó lo que le había pasado con su móvil, con un sentimiento entre angustiada e indignación. Un SMS que confirmaba, a su vez, que se había enviado «puta» a un teléfono que, casualidad, resultaba el de la madre. «¡Pero si yo no he mandado nada!». Investigando un poco descubrimos que es algo parecido al DictaSMS de Vodafone, pero de Movistar.
He llegado de vuelta a Madrid, en particular a Parla, tras pasar cinco días en Las Palmas con mi mujer, a la que sigo echando de menos. He llegado para encontrarme casi 30 grados de temperatura a las nueve de la noche en otoño. No soy oriundo de esta provincia, pero a mí máximas de treinta y poco en mitad de octubre no me parece algo natural. A este paso va a ser cierto que el Mundo se acaba en 2012.
Que me lo expliquen. ¿Para qué coño necesitan que presente la domiciliación de dos recibos junto con el documento original enviado por la compañía para contratar un puto plan de datos para el iPad que cuesta 8 € al mes? Madre mía la de viajes tontos que he dado para que finalmente me dijeran que les salta como persona de “riesgo” y que tienen que hacerme un estudio de viabilidad. ¿Para un puto plan de datos de 8 € al mes?
Voy directo al grano. La frase en cuestión es corta, sólo tiene cinco palabras y es: «Hay que ganarse la vida». ¿Qué, cómo lo ves? ¿Alguna reacción a bote pronto? ¿Te dice algo? ¿Se activa alguna alerta en tu mente? Lo cierto es que a mí no me decía nada hasta que hace un par de semanas, en una reunión con unos clientes, se la oí decir resignadamente a uno de ellos.
Cuando estuve en Madrid la época anterior (octubre 2009 a marzo 2010), cada vez que venía a Las Palmas, paraba en uno de esos kioskos de venta de prensa, chucherías y mil artículos más, que hay en cada uno de los aeropuertos del territorio, a veces con varias réplicas de sí mismo repartidos por las terminales. En el que se encuentra justo a la entrada a la zona correspondiente a las puertas E y F de la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas, hay un estante en la puerta repleto de libros de esos que han venido en agrupar en la colección Empresa activa [sitio web] y que se supone que representan las ideas punteras sobre gestión empresarial de comienzos del siglo XXI, pero que en la práctica no dejan de ser libros de autoayuda disfrazados por la idea grandilocuente del «desarrollo personal para la gestión empresarial».
En un par de semanas saldrá a la venta. Aunque yo esperaré hasta que baje de precio. Pero reconozco que tengo muchas ganas de ponerle las manos encima.
Aunque resulte increíble, aún no he usado la PS3 para jugar en lo que va de año 2011. Bueno sí, repetí el God of War III en marzo. Nada más.
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Dudaba entre empezar a verlas según la grabación original o según la cronología de la historia. Opté por verlas según la historia, gozando sufriendo primero las más modernas, antes de ver las clásicas. Hacía tanto tiempo que las vi en el cine —tras lo que no volví a verlas nunca— que no recordaba lo tontas que son.
Lo mejor, sin duda, la pelea entre Yoda y Dooku. Hace gracia ver al enano verde dando esos brincos y peleando con tanta vehemencia.
Si alguna vez cantaran mi historia, cuenten que caminé entre gigantes. Los hombres brotan y se marchitan como el trigo invernal. Pero estos nombres nunca morirán. Cuenten que viví en los tiempos de Bill Gates, domador de ordenadores. Cuenten que viví en los tiempos de Steve Jobs.
Inspirado en la secuencia final de Troya:
Sea pues mi tributo personal a un gigante que nos ha dejado.
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Si alguna vez cantaran mi historia, cuenten que caminé entre gigantes. Los hombres brotan y se marchitan como el trigo invernal. Pero estos nombres nunca morirán. Cuenten que viví en los tiempos de Héctor, domador de caballos. Cuenten que viví en los tiempos de Aquiles.
Troya (película)
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Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible.
Me levanto muy temprano. No mucho más de lo que me obligaba a levantarme el insomnio producido por estrés laboral hace más de un año, pero sí lo suficientemente temprano como para que se note en el cuerpo a lo largo de la semana. El jueves fue una proeza levantarme a las cinco y veinte, cuando sonó el despertador. Mayor proeza supuso desayunar, refrescarme con una ducha rápida y salir a la calle con quince grados para coger el tranvía, luego el tren y, tras hora y media de paseo en total, sentarme en mi puesto de trabajo a las ocho para comenzar una jornada de nueve horas y media.