En las portadas de todas las novelas de Christopher Moore que he tenido en mis manos, o en las entrañas de mi iPad, hay una frase que aparece siempre con apenas variación en su morfosintáxis: «Del autor de El ángel más tonto del mundo». Al menos en las ediciones en español. Y salvo, claro está, la propia novela ‘El ángel más tonto del mundo’ [mi reseña]. Aunque el editor más tonto del mundo podría haberla puesto por aquello de reforzar la idea global de que la mejor novela del autor es, precisamente, esa.
Se le coge bastante rápido el punto a esto de leer en el iPad. Así que, tras terminar de leer el anterior [‘Un mundo feliz’], me puse a leer el libro ‘Maldito Karma’ —con objeto también de cambiar la escala dramática—, primera novela de David Safier y que deja entrever, al menos ante mi inexistente criterio literario, una promesa en cuanto a literatura de corte humorístico se trata. Tendré presente al autor para hacerme con su segunda novela en cualquier momento.
En nuestra última salida juntos [Paseo con Luis, Sulaco y un holandés (supuestamente no errante)], Sulaco [Distorsiones], Luis y yo estimamos que tal vez la propia isla se nos estaba quedando pequeña para nuestras salidas fotográficas en coche. En ese mismo momento propusimos que podríamos cambiar de isla para la siguiente ocasión. La Palma parecía la mejor candidata.
Sulaco percibió en la posterior publicación de mi viaje de bodas en 2006 a esa misma isla [La Palma] una clara intencionalidad para recordarles que habíamos hablado de esa posibilidad.
Hoy toca brevedad. A la mayoría —quizás los más afortunados, y yo me considero uno de ellos— se le presenta un día de visitas familiares: los abuelos, los tíos, los suegros, los padres, los hermanos, los sobrinos, etc., etc. Así que hoy dejaré tranquilo al Universo absteniéndome de verborreas y, simple, llana y sinceramente, deseo a todos y a todas unas muy felices fiestas. A poder ser con aquellos y aquellas con quienes prefieran estar.
—Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastemia. Y la pasión y la neurastemia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.
Un mundo feliz Aldous Huxley
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—La población óptima —dijo Mustafá Mond —es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima. —¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación? —Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo. Y señaló a Helmholtz y a Bernard.
El Salvaje movió la cabeza. —A mí todo esto me parece horrendo. —Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintorequismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda.
—Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles. —¿Aunque sean bellas? —Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.
Un mundo feliz Aldous Huxley
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El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo completamente corriente. —Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra Jefa, profesionalmente.
Un mundo feliz Aldous Huxley
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—¿Y no consumían transporte? —preguntó el estudiante. —Mucho —contestó el D.I.C.—. Pero sólo transporte. Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las fábricas. Se decidió abolir el amor a la Naturaleza, al menos entre las castas más bajas; abolir el amor a la Naturaleza, pero no la tendencia a consumir transporte. Porque, desde luego, era esencial, que siguieran deseando ir al campo, aunque lo odiaran.