Parece mentira, y por más que uno no haga otra cosa que repetírselo en infinitas ocasiones, el tiempo pasa con una celeridad pasmosa. Tengo la sensación de que fue ayer cuando volvía de Orlando con un cabreo considerable convencido de que había sido el peor viaje de mi vida. Aclaro que en mi vida no he alcanzado a viajar mucho, pero ya hacen falta dedos de ambas manos para contarlos, por lo que me considero capacitado —creo— para construir con ellos una escala cualitativa; sin esconder que a veces también con intenciones cuantitativas.
Cada vez que releo ‘El juego de Ender’ me entran unas ganas tremendas de retomar la lectura asidua del género de ciencia ficción. Junto con el de fantasía fue el preferido las pocas veces que abría un libro en mi adolescencia y primera juventud. Con este afán inercial, me lanzo a rebuscar entre la literatura paciente que espera su momento y que hay en mis estanterías a ver si hubiera algo más del género al que hincarle el diente o, en metáfora más adecuada, posarle el ojo.
Hace unos días iniciaba mi reseña de ‘El mundo’ quejándome de cómo ignorábamos algunos libros por más que se nos pusieran delante en las librerías. Sin embargo, una suerte de efecto contrario también se presenta muchas veces. Hay libros que te atraen poderosamente pero que, por algún motivo que aún no consigo identificar, no terminas de decidirte a comprarlos. ‘Firmin’ es el ejemplo más claro. Habré estado unas veinte veces, si no más, con él en la mano para llevármelo.
Hoy sale por fin a la venta en el país del dinero naciente, del capitalismo desenfrenado y bastión último del verdadero sueño de libertad, o sea los Estados Unidos, el último cacharrito de la compañía de la manzana mordida, el tan mencionado y comentado iPad. Así que, contraviniendo la práctica habitual de este mi rincón, más orientado a enaltecer el tener que el ser, he decidido sumarme a esa cantidad inagotable de gente que aprovecha cada vaporada de Apple para dar su opinión al respecto.
La conversación telefónica fue más o menos así:
—Hola mami. —Hola hijo. ¿Sabes dónde dejaste el libro El juego de Ender? Le había dicho a tu prima que se lo iba a dejar, que tú no tienes ningún problema en prestárselo. Pero he mirado varias veces y no lo encuentro por aquí. ¿Ya te lo llevaste? —No, mamá. Debe estar ahí. Recuerdo haberlo visto la última vez que estuve comiendo en tu casa.
—¡Papá! —Ayayayayayay… Porfavornogrites. Tengo un resacón tremendo. Otra vez me la lió Odín anoche. Buff… Menuda juerga… Ay… Y este Zeus… —Perdona, papá. ¿Papá? —¿Eh? Ah, sí… Estooo… ¿Jesús? ¿Tú eras Jesús, verdad? —Sí, papá, soy tu hijo Jesús. —Bien, bien. ¿En qué te puedo ayudar? Esperaesperaespera… Por favor, no grites. Con calma, hijo mío. —Sí, papá. Con calma. Pero de forma clara y directa. Lo de la Tierra es insostenible.
En general tengo un apetito inmenso por vivir nuevas experiencias (abstenerse los calenturientos mentales, que no me refiero a las de ese tipo, no). Eso se concreta, mayoritariamente, en buscar cosas nuevas que aprender —de ahí que ande siempre saltando de una cosa a otra (reflejado en mi C.R.M.)— y, en la práctica, por escuchar música nueva, nuevos sonidos. Y, cuando el cambio de divisa lo permite o he asumido el rol de hormiguita en detrimento del rol de cigarra, viajar.
Una de esas constantes en mi vida es que soy una contradicción andante. Por ejemplo: Repito hasta la saciedad que los libros de autoayuda me disgustan y, sin embargo, no hago otra cosa que desviar constantemente mi atención hacia ellos cuando visito las librerías o los puestos de prensa del aeropuerto. Cierto que no son los del tipo de autoayuda venidos al caso, con un barniz psicológico del tipo harás lo que te salga de las narices con poco que te lo propongas y creas en ti mismo.
Hay libros que, por más que te los ponen delante, nunca te paras a cogerlos en la mano para hojearlos y, con suerte o no, comprarlo. De esos hay mucho en mis visitas a las librerías. El libro de Juan José Millás, ‘El mundo’, es uno de esos libros que me he tropezado múltiples veces y que siempre he despreciado. Por mucho premio nacional de narrativa que le hubiesen concedido.
He pasado cinco meses en Madrid, con temperaturas que en ocasiones llegaban a los cuatro o cinco grados bajo cero, y siempre me he movido como si el frío no fuese conmigo. «Tú no eres canario» me decían en el trabajo. Varios compañeros han ido cayendo enfermos con gripe. Bajas por enfermedad de hasta una semana en algunos casos. Estornudándome o tosiéndome al lado. Y yo como si nada. El frío parecía no ir conmigo, efectivamente.