49 años y contando
Creo que fue el día de mi 44 cumpleaños. O tal vez en el que cumplí 45. No recuerdo exactamente cuál. Pero sí recuerdo que fue un día muy raro. Ese día me invadió una enorme sensación de insatisfacción personal. Con el velo confuso de los recuerdos cuando se mira en retrospectiva, me arriesgaría a pensar que aquello era un sentimiento de tristeza. Aunque tampoco estoy seguro. Mejor, por sus connotaciones, decir que no era tristeza, que sí fue, simple y llanamente, insatisfacción; una grandísima y profunda insatisfacción.
Es difícil, al menos para mí, trasladar con palabras aquella sensación. Y la de los siguientes años. Podría ponerme a escribir decenas, centenares, incluso millares de palabras y aburrir y aburrir sin conseguir transmitir lo que ni yo mismo tengo claro. Lo cierto es que el 9 de mayo de ese año que cumplía 44 (o 45), me levanté, como cualquier otro día, y mientras desayunaba, mi mente hizo crack. Un enorme, gigantesco, descomunal crack, y me invadió una profunda apatía durante todo el día.
Tal vez porque llevaba años yendo y viniendo, sufriendo agotadores vuelos cada pocos días para pasar días interminables y solitarios en una ciudad que cada vez me resultaba más inhumana. Pasando la mitad del año en una casa ajena, compartida con extraños con los que no tenía mucha afinidad, y la otra mitad en mi propia casa con mi mujer, a la que a veces veía como una extraña porque me hablaba de vivencias mundanas que no compartíamos. O tal vez por la profunda insatisfacción que provocaba trabajar encadenando proyectos absurdos que no tenían ningún sentido, acumulando horas y más horas de trabajo que sabía acabaría despreciado por el siguiente equipo directivo cuando el actual dejara el puesto. Puede que por, sencillamente, la incertidumbre de cada año por si renovaban o no renovaban contrato por otro período. O si mi futuro durante las próximas dos décadas sería ese ir y venir, en un rutinario y anodino devenir. O, simple y llanamente, porque no entendía qué demonios tocaba esperar, a estas alturas, de la vida. Sin hijos a los que educar y transmitir sabiduría, con una familia prácticamente disfuncional y con una vida social patentemente inexistente. Puede que por todo eso, o por nada de ello, ahí estaba yo, desganado y apático, fingiendo que era un día importante por el simple hecho de soplar una velas y cambiar la cifra que usaría para rellenar los próximos formularios. Porque el resto es más o menos constante, salvo que cambies de dirección o de teléfono cada dos por tres; pero en general, el único dato que cambia con un plazo fijo es el de la edad.
Y ese bajón, ese sentir de desgaste, esa especie de caída a mi infierno personal, se instaló y perduró durante varias semanas pasado el día de mi cumpleaños. Puede que dos meses. Perdí la cuenta de los días que me levantaba de la cama simplemente deseando que terminara el día para volver a refugiarme en la lectura de algún manda, cómic o libro. Y hasta bien hubiera estado si ahí hubiese terminado, porque malas rachas las tenemos todos. Pero no, el año siguiente fue peor. El sentimiento de desdicha, de sinsentido, empezó semanas antes y, pasada la fecha, perduró lo mismo que la vez anterior. Casi tres meses de mal humor apático tuvo que aguantar mi mujer. Y el siguiente año resultó aún peor. Ya no fueron casi tres sino casi cuatro. Un mes y medio antes ya estaba rumiando sentimientos negativos sobre el sentido de mi existencia. Y desde mucho tiempo antes ya temía la llegada de mi cumpleaños, día en el que tocaba fingir que todo iba bien, de hacer teatro, de representar la obra del felicitado y dichoso cumpleañero, recibiendo mensajes y más mensajes de felicitación, a cada cual más hinchado de colores y/o sonidos estridentes. Postales de felicitación virtuales que me atacaban por todos los ángulos, en todo momento, de gente con la que apenas hablo durante el año, pero que parecían recordar, casi perniciosamente, el día en que oficialmente envejecía un año para asaltarme con el trillada, repetitivo, cansino y carente de originalidad mensaje de felicitación. Otro años más. Y la obligación de responder agradecido a esas muestras de cariño y cordialidad. Todo con objeto de pasar el día lo más rápido posible, y luego sobrellevar el agotamiento de sobrevivir otros dos meses a ese proceso de desgaste interno.
El primer año lo soporté. Pero los siguientes cogí el día como día de vacaciones y me quedé encerrado en casa tirado en el sofá. Intentando ahuyentar mis fantasmas leyendo o viendo la televisión hasta que llegaba el momento de irse a la cama y, si había suerte, conseguir caer dormido después de un día absurdamente nulo y con un humor de perros.
Todo ello fue lo que me llevó el año pasado, a mediados de abril, a abrir esta bitácora, blog, diario o como queramos llamarlo. En un arrebato busqué cómo se hacían estas cosas a día de hoy, con poco presupuesto o, directamente gratis, sin usar o recurrir a un servicio al que les regalas tu alma para que te metan publicidad y mercadean con tus emociones. Y que, llegado el caso, pudiera borrar en un pispás. Supuse que si empezaba a contar lo que me pasaba cada día, o cada pocos días, igual conseguía exorcizar mis demonios. Al menos esa era la intención. Pero al final la curva de aprendizaje era un poco más alta de lo que me apetecía. Además de cometer el error de abrirlo con mi nombre. En la práctica se puede decir que este sitio es y será anónimo. Me conocen dos gatos y algún perro y, en general, desarrollo poca actividad relacionada con el software que pueda atraer a gente conocida. Pero no dejaba de ser un lugar donde el casual navegante podría adentrase en mis pensamientos. Así que, entre una cosa y la otra, di de alta el repositorio en GitHub, indagué alternativas decantándome por una especialmente sencilla, porque lo que quería era escribir sin complicarme demasiado con el servicio, publiqué la primera entrada y, acto seguido, me entró el canguelo y, ninguno de los borradores que escribiría posteriormente, acabaría siendo publicado. Y por si estuviera tentado de publicarlos en algún momento, los borraba. Al menos me distraía un par de horas intentando hilvanar palabras para dar algo de sentido al discurso.
Y así llegó y pasó el cumpleaños en que cumplí 48 años. Y otro año. Y no puedo decir que este año haya sido mejor que el año anterior, en cuanto a momentos especialmente gratificantes, principalmente en el terreno laboral, aspecto en el que diría que ha sido incluso peor. Lo único es el no tener que viajar y la tranquilidad que me ha brindado poder trabajar todo el tiempo desde casa. Quizás esa haya sido la gran diferencia. Porque el resto de parámetros han sido prácticamente idénticos. También puede que ayudara que nació una nueva sobrina y nos volcamos en ella. O puede, simplemente, que haya asumido que la vida no tiene por qué tener un sentido y que lo importante es vivirla como buenamente se pueda. O tal vez nada de eso. Pero lo cierto es que ese peso que me ha acompañado y lastrado casi un lustro no ha hecho acto de presencia este año; y que esta vez, parece ya que sí, no tendré que fingir felicidad el día de mi cumpleaños.
Aunque lo que más me alegra es saber que este año no he preocupado innecesariamente a mi mujer.