Tesoros perdidos reencontrados (III): 'Mi amigo Rogelio'
Hace mucho tiempo me atraía la idea de escribir. Escribir cuentos, novelas, etc. Hice varios intentos y llegué a terminar algún relato corto. Algunos se publicaron en el fanzine de la Escuela de Informática, llamado “Eyaculación Digital”. Otros quedaron guardados o no llegaron a tiempo a la imprenta.
Como reencontré el Super Kutre Invaders también recuperé varios de esos cuentos. Algunos almacenados aún en versión Word Perfect para MS-DOS (¿Alguien recuerda lo cutre que era comparado con los modernos procesadores de textos?).
Hoy voy a publicar uno del que, en su momento, me sentí muy orgulloso y que, tras ojear un par de párrafos hace unos días, me parece bastante malo. Ya sé porqué dejé escribir. ¡Qué gran favor le he hecho a aquellos que hubiesen tenido que soportar mis textos por compromiso!
“Mi amigo Rogelio”, fue uno de los últimos relatos cortos que escribí. En aquel entonces las versiones de los archivos se almacenaban en otros directorios, otros nombres, etc., con simples copia y pega (bueno, en MS-DOS era copy). Así que no tengo muy claro si éste texto que copio es la última versión del cuento o es una intermedia, pero tampoco importa mucho.
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Mi amigo Rogelio
Esconde la primera oración de un relato una dificultad, inimaginable por el lector, que debe superar con tenacidad y presteza el escritor. Es con esta frase con la que el escritor ha de cautivar al lector, con la que ha de imprimir la energía suficiente para que el lector siga el relato sin esfuerzo. Por eso es la frase más complicada de toda la narración; es con la que el escritor debe romper la cadencia del vacío e imponer la propia del relato. Por lo menos ese es mi pensamiento y quizá busco en la generalidad un consuelo a mi propia impotencia. Para mí lo más difícil es comenzar mis narraciones. Soy escritor. Me dedico a esto de escribir desde hace ya más de treinta años y siempre, lo que se dice siempre, tengo el mismo problema: enfrentarme a la página en blanco.
Cinética, ese es el secreto. Podría haber comenzado con “hace mucho tiempo” o, tal vez, con “érase una vez”; pero son estos principios tan vulgares, y carentes de la energía necesaria, que ya predisponen al casual lector a enfrentarse a un aburrido texto como los hay a miles. No, siempre busco la oración que introduzca al lector de un golpe en la historia; todo lo que viene a continuación es secundario. Una buena frase y el lector necesitará leer toda la historia antes de irse a dormir o de relajarse. Si no se comparte esa creencia, sólo hay que fijarse en los grandes escritores de todos los tiempos. En sus textos, la primera oración contiene tanta energía cinética, que al leerla uno se ve empujado por ella; entonces, en la inercia, se continúa leyendo sin agotase; porque la energía ya no la ponemos nosotros, la pone el escritor con su milagrosa frase.
Al principio no me era tan difícil encontrar esa frase, pero ahora, tras muchas historias, el inicio se me antoja antipático y, quizá, infructuoso.
Diariamente se me ocurren decenas de historias que contar, pero el horror que siento ante comenzarlas frena ese impulso natural de narrar que siempre, desde que era muy pequeño, me ha acompañado a todas partes. Son historias de lo más variopintas; de ficción, de amor, de tristeza… cualquier cosa que vivo, experimento, escucho, palpo, degusto o veo es motivo de inspiración.
Sí, como muchos escritores, lo que escribo tiene siempre algo de personal. Durante toda mi vida he incluido en mis relatos a personajes reales o, muchas veces, comportamientos reconocibles de personas allegadas o conocidas. Incluso hechos concretos han quedado reflejados. Sin embargo, es increíble que nunca incluyera a un personaje que se pareciera a mi amigo Rogelio; que sin lugar a dudas hubiera resultado interesante al lector. Es realmente increíble que no aprovechara en mi propio beneficio tal filón. Ciertamente, nuestra memoria es un instrumento curioso.
Antaño podría haber incluido a mi antiguo amigo Rogelio como un personaje pintoresco, incluso grotesco. Pero ahora no tengo muy claro por qué quiero hablar de él. O tal vez sí. Puede que el motivo sea una oscura duda que últimamente atenaza mi corazón y ensombrece mi razón. No lo sé.
Quizá sea que ya empiezo a envejecer. No fisiológicamente, que lo vengo haciendo desde que nací, sino esa vejez que de golpe debemos afrontar; de la noche a la mañana descubrimos que ya no somos aquel joven que ayer hubiera devorado al Mundo y tenemos que afrontar conscientemente que estamos envejeciendo. Comenzamos a darnos cuenta de que ahora nos duelen las articulaciones, que nuestros sentidos son menos receptivos; nos falla la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato. Todo comienza a abandonarnos y percibimos que todo lo que antes ejercíamos sin dificultad es ahora una tarea harto difícil; las escaleras inexplicablemente han doblado su longitud, requerimos la fuerza de ambos brazos para incorporarnos del sillón, necesitamos cinco minutos para levantarnos de la cama…
Pero la memoria es la más traicionera de todas. Relámpagos de recuerdos nos hacen caer en ensoñaciones. Recordamos a los amigos de la infancia, acontecimientos antiguos ya dados por perdidos y un largo etcétera de pequeñas tonterías que inundan nuestra mente durante el período de vigilia.
Tal vez he dado la sensación con mis anteriores palabras que soy muy viejo. Apenas rozo los cincuenta, pero tal vez sea mi vida sedentaria la que me haya hecho envejecer más prematuramente. Lo desconozco. Lo que sí sé es que últimamente veo en todas partes, por denominar de alguna forma a recordar constantemente, a mi antiguo amigo Rogelio.
Recuerdo claramente, como si sucediera ayer, cómo conocí a Rogelio. Era el primer día de instituto. Estábamos esperando todos a que sonara la campana de aviso y que se abrieran las puertas del centro para entrar en el aula que nos correspondiera. Esperábamos apelotonados fuera, en un día gris de finales de septiembre. Apenas había veinte centímetros entre cada uno de los presentes, pero al único que golpeó la defecación de una errática paloma fue a Rogelio. En ese momento no conocía nada de él, pero lo que sí recuerdo era cómo se mofaban el resto de los chicos al contemplar el impacto de la hez.
Debió levantarse con el pie izquierdo aquel día, recuerdo que me dije, porque cuando intentó lavarse en el baño, escogió el único grifo estropeado que rompió a escupir agua, empapándolo de arriba a abajo. Recuerdo también cuando lo vi entrar en mi clase, me sorprendió la expresión de resignación que traía, como si aquello fuera de lo más vulgar para él. Supe algunos de sus datos cuando hubo de presentarse al resto de la clase. Nuestro tutor nos hacía incorporarnos y pronunciar unas pequeñas palabras al resto a modo de presentación. Cuando él lo hizo, pudimos comprobar que había elegido una silla antes ocupada por un exquisitamente pegajoso chicle. Pero ese no fue el único incidente de Rogelio que nos provocara al resto una descarga de risotadas. Aparte de tropezar dos veces, pisó con aquellos desproporcionados pies varias veces a algunas chicas.
Cuando empezamos a conocernos, nos comentó que cada año debía sufrir un día desastroso. Desconocía el motivo, pero desde que tenía recuerdos, siempre había sufrido un día nefasto. Era una especie de maldición o algo así, aunque desconocía por completo cual era su origen. El resto de los días eran, simplemente, malos. Parecía que siempre se levantara con el pie izquierdo y que no le saliera casi nada bien. Pronto me di cuenta que realmente, como dijera, era un gafe; con solo catorce años ya había sufrido infinidad de accidentes.
Decía que por muy mal que lo pasara, daba igual lo aparatoso del accidente, siempre sobreviviría. Nos enseñaba las muchas cicatrices que había coleccionado durante su corta existencia. Antes de yo conocerlo, había sido atropellado por un coche, se había caído por un pequeño barranco, había sido mordido por un perro rabioso, se había perdido y desaparecido durante dos días, había padecido una enfermedad vírica desconocida, etc., etc. Estos eran unos pocos ejemplos que ahora logro recordar, pero había muchos más.
Sin embargo, para mí estas eran reseñas de su pasado; a las que dar mayor o menor crédito si se quería. Pero desde el momento que lo conocí hasta la última vez que lo vi pude comprobar por mí mismo cuán cierto era eso de llamarle gafe.
Era desastroso. En todos los sentidos. Era de estatura media tirando a baja, delgado hasta el extremo de ir encorvado, y de una blancura quizá enfermiza. Con apenas catorce años había comenzado a perder el pelo de su cabeza de manera espeluznante –no dábamos más de dos años de vida a su cabellera–; su falta de vista aumentaba cada año. Sus manos y pies parecían grotescamente enormes, al igual que su cráneo. Desde luego, era lo que se dice feo el pobre chiquillo. Pero no sólo sus atributos físicos eran desastrosos, también lo era su forma de ser; llevaba el poco pelo que tenía completamente despeinado, hasta tal punto que a veces se le formaban extraños e hilarantes cuernos; su camisa iba mitad fuera mitad dentro del pantalón; a veces llegaba con calcetines dispares. Despistado hasta el aburrimiento era Rogelio.
Pero a pesar de todo aquello, era inteligente. Muy inteligente. No necesitaba escuchar una cosa más de una vez para poder recordarla eternamente. Era una especie de grabadora viviente. Todo se le daba estupendamente; ciencias, geografía, física, matemáticas, literatura, historia, filosofía, idiomas parecían no esconder secretos para su mente privilegiada. Parecía absorber cuanto oía o veía.
He de decir que su físico, con el paso de los años fue mejorando algo. Se puso algo más robusto e, incluso, a algunas chicas llegó a parecerle mínimamente interesante. Pero esto no es importante ahora.
Yo tuve la suerte, quizá, de convertirme en su mejor amigo. Por eso sé que, más allá de aquel ser de físico poco agraciado y de mente brillantemente deslumbrante, se escondía una persona sensible. Conocí cuales eran sus miedos, cuales sus sueños. Desconozco porqué me convertí en su amigo, porqué dejaba que me acompañara siempre en la hora del recreo. Tal vez me diera pena, tal vez me cayera bien desde el primer momento. Nunca me reí de sus desgracias, por lo menos no tan salvajemente como los demás. Sí, me preocupaba por él.
Al convertirme en su amigo, pude degustar en vivo muchas de las extrañas situaciones que le sucedieron. Recuerdo aquella vez, dos meses después de comenzar el curso, que estando en medio de una estúpida clase de Geografía, impartida por uno de los peores profesores de todos los tiempos, un estruendo precedió a una nube de polvo que nos atrapó a todos en la clase. Cuando la polvareda decidió alejarse por la ventana y pudimos ver qué había acontecido, comprobamos que se había caído un gran trozo de yeso del techo. No hace falta que diga sobre quién lo hizo. Cuando Rogelio volvió en sí sus primeras palabras fueron algo sobre un gobernador marciano; la risa y la burla estaban servidas. Cabeza dura la de Rogelio; sólo un chichón fue la recompensa por detener la pieza de yeso caída. Fueron muchas las anécdotas como aquella.
Por lo demás, Rogelio era un chico como todos. Le gustaba leer, escuchar música, jugar al fútbol, hacer alguna gamberrada, escaparse alguna vez de clase y, cómo no, también le gustaban las chicas. Sin embargo, en este terreno no pretendía llegar muy lejos siendo consciente como era de sus características físicas marcadamente feas. Recuerdo cómo bajaba la cabeza y miraba al suelo cuando el ligón de turno que hay en cada curso, le decía que si fuera tan listo como él volvería locas a las pibas. Aquel troglodita tal vez se lo dijera como un cumplido, pero para Rogelio era un dardo envenenado que le hacía más consciente de sus defectos; por eso miraba al suelo.
Hablar lo hacía poco, casi siempre prefería escuchar a los demás. Decía, en una de esas raras ocasiones en las que se le veía hablar alegremente hasta por los codos, que quería ser escritor y que para serlo debía escuchar a los demás y así recoger impresiones para poder después tener sobre lo que escribir. Desde luego, lo que sí recuerdo era que nunca tuvo una conversación sobre temas de moda para los jóvenes: nada de deportes, nada de chicas, nada de discotecas, nada de ropa… Él prefería conversaciones “más trascendentales”. Pero había una cosa que sí le gustaba: los chistes. Parecía absorverlos todos con un humor infinito: no había casi ningún chiste que no provocara su estridente risa. Era tan fuerte su risotada que, muchas veces, al grupo nos avergonzaba, porque el resto del patio nos miraba buscando el origen de aquel rebuzno humano. La verdad es que cuando se reía lo hacía a gusto; había que verlo cómo se echaba la mano a la parte superior del vientre y se doblaba hacia delante y hacia atrás como si se fuera, literalmente, a partir de la risa.
Solíamos sentarnos durante el descanso, cuando no jugábamos al fútbol, en el borde que separaba el patio exterior de la entrada del instituto. En este patio se encontraban las canchas de deporte y la entrada del instituto se encontraba un poco más abajo; por lo que desde el nivel del patio hasta el de la entrada había aproximadamente dos metros. Estos fueron los que cayó Rogelio cuando, tras un chiste más bien malo comenzó a reírse con su forma tan característica. Apenas “rebuznó” dos veces, cuando un requintado balón de futbito, salido sabe Dios de donde, se estrelló, a una velocidad increíble, de lleno en su cara, justo cuando le tocaba al tronco echarse hacia atrás en el vaivén típico que acompañaba a sus carcajadas. Así fue como perdió el equilibrio y cayó dos metros de cabeza. Estuvo inconsciente quince minutos y recibió cinco puntos. Recuerdo cómo el resto nos quedamos lívidos ante el espectáculo. Lo que más me asombraba era que siempre que salía del trance hablaba de marcianos. Y desde luego, no fueron pocos los sustos que sufrí estando a su lado. Con el tiempo llegué a relajarme un poco, porque como él dijera: por muy espantoso o grotesco que fuera el incidente, él siempre sobreviviría. Los compañeros llegamos a hacer apuestas, tras recuperarnos del susto –no terminábamos de acostumbrarnos–, sobre cuántos puntos serían en esa ocasión. La verdad, es que al extremo de puntos llegó pocas veces, pero si fueron unas cuantas las que tuvo chichones.
Ya he dicho, que aparte de lo que se veía, Rogelio tenía buen corazón. No podía soportar que la gente discutiera ni peleara. Siempre intentaba reconciliar a sus compañeros cuando estos discutía; perecía que no podía vivir si alguien allegado a él se llevara mal con otro. Y aunque enclenque, cuando alguien se metía con sus amigos, parecía sacar fuerzas de la nada –porque nadie sospecharía que aquellos alámbricos brazos escondieran músculos– e intentaba ayudarlos. Una vez, intentando intervenir en una riña, que hasta ese momento no era más que un intercambio de improperios recibió un puñetazo. Estabamos en la cafetería del instituto y recuerdo que se levantó de la mesa, sin que nos diera tiempo a detenerlo, cuando aquellos dos gallitos estaban empujándose y se dirigió hacia ellos. Cuando ya iba a estirar los brazos para separarlos y colocarse en medio, uno lanzó un puñetazo contra el otro que, velozmente se agachó y lo esquivó. El puño, siguiendo una trayectoria curva, dio de lleno en la mandíbula de Rogelio que fue a parar seis metros más allá abriendo un pasillo entre las mesas y sillas del local. El impacto le desencajó la mandíbula y le partió un labio y una paleta. Por lo menos logró, con su estrepitoso accidente, detener a los dos gorilas que se lo quedaron mirando atónitos. En realidad toda la cafetería se lo quedó mirando durante un tiempo incalculable, expectantes. Nadie se le acercó para ver cómo se encontraba. Todos nos habíamos quedado petrificados ante el suceso. No se oía ni un murmullo. Tras un minuto pareció recobrar el sentido y se incorporó dolorosamente. Entonces todo pareció recobrar su ritmo normal y, una vez más, corrimos con Rogelio a urgencias escuchando algo sobre extrañas e inteligentes criaturas marcianas.
Creo que la mala suerte lo perseguía a donde fuera. Siempre existía un lugar o situación donde alcanzarlo; aunque no estuviera directamente buscado o provocada por él. Al ser tan despistado como era –parecía ir siempre pensando en esos extraños seres de los que hablaba– salió de una bocacalle en medio de una calle principal donde se estaba desarrollando un tenso tira y afloja entre estudiantes universitarios y las fuerzas del orden. Al perecer físicamente más viejo de lo que era, recibió un pelotazo de los antidisturbios y, al querer huir de la escena para no recibir más pelotazos fue confundido por los guardias, que cargaban en ese mismo instante, como un manifestante más y fue calentado con las porras. Estuvo hospitalizado una semana.
Aparte de nuestro sueño de convertirnos en escritores, compartíamos otras dos aficiones: los ordenadores y el cine. Recuerdo que con catorce años, a ambos nos gustaba jugar durante largas horas al ordenador. Este fue el motivo final que me introdujo un día, casi a final del curso en su casa. Conocí a sus padres, toda su familia puesto que no tenía hermanos o hermanas ni otros familiares cercanos. Como siempre, las primeras visitas a la casa de un amigo son tensas, pero con el paso del tiempo, y más concretamente el transcurso del verano, fui cogiendo confianza y al final me contó su madre que cuando Rogelio tenía apenas tres años, una anciana gitana se le había acercado y le había dicho que su hijo era objeto de un “mal de ojo”. Yo no soy nada supersticioso, de hecho considero que todo lo concerniente con lo sobrenatural me la trae floja, pero recuerdo cuánto me impacto aquel relato de la vieja bruja gitana. En aquel momento creí ver claro el motivo de la mala suerte que parecía rodear a Rogelio.
Continuamos juntos el resto de los cursos en el instituto. No nos rezagamos ni tampoco nos cambiaron de clase. La verdad es que Rogelio me echó una mano en algunas asignaturas. Yo no tenía su genio para las ciencias, por lo que agradecí tener un amigo que absorbiera tan bien los conceptos que nos mostraban, los digiriera para mí y luego los regurgitara, lo suficientemente masticados, para que yo los comprendiera. Por supuesto sus notas eran buenísimas. Recuerdo que para los profesores, Rogelio era ese tipo de estudiantes que no se desea tener, porque amarga a uno la explicación; no tomaba apuntes e interrumpía constantemente para hacer quisquillosas puntualizaciones sobre la materia o para exponer que había cosas poco lógicas o contradictorias en la exposición; objeciones que, además, eran siempre ciertas. “Eres un jodido listorro, además eres un gandul y no haces nunca nada” le había gritado, en una ocasión y en público, la profesora de Física en tercero. Recuerdo que se pasaba el día fastidiándola con sus puntualizaciones y correcciones. La profesora parecía no conocer la propia materia y “de cada dos afirmaciones, tres eran falsas” decíamos. El caso es que un día, la sacó tanto de quicio que tras un horrible grito, que nos petrificó a todos hasta el alma, le tiró el borrador y alcanzándolo en tres pasos le cruzó la cara con un tremendamente sonoro bofetón. Las gafas, recién estrenada la montura, fueron a parar contra la pared, haciéndose añicos los cristales. Fue un escándalo. Pero si había una virtud en Rogelio era la de perdonar. Parecía que siempre, por muy endemoniadamente cruel que fueran con él, estaba dispuesto a perdonarlo a todo. Por lo que el incidente no pasó más allá de una baja temporal de la profesora por problemas con su tensión y que el centro se ofreció a pagar unas gafas completamente nuevas a mi amigo.
Acabamos juntos el instituto; él lo hizo con mención de honor por sus notas y yo a trancas y barrancas. Él optó por estudiar Ingeniería y yo Filosofía. Decía que las ingenierías eran la conjunción de todos los conocimientos e inquietudes humanas para la construcción de elementos útiles para el hombre. Decía que un ingeniero debía tener el alma de un artista, la mente de un matemático, el corazón de un poeta y las manos de un artesano o sus ingenios nunca serían útiles. Puede que tuviera razón, pero creo firmemente que se golpeó contra una pared de hormigón armado cuando descubrió que sus ilusiones y la realidad tenían varios cosmos de por medio. Era un ejemplo más de su carácter soñador; él era un verdadero inútil en cuestiones mecánicas y un torpe sin cura en el manejo de máquinas: abandonó la autoescuela tras colisionar cinco veces, atropellar a una ancianita y dar tal frenazo que el engreído profesor de prácticas atravesó el parabrisas. Aunque optáramos por carreras completamente diferentes, nos veíamos todas las semanas para ir al cine e intercambiar opiniones sobre nuestro entorno. También quedábamos ocasionalmente con otros compañeros, algunos fines de semana, para salir a tomar algo. Cuando él no estaba presente, decíamos bromeando que lo traíamos como amuleto; que si debía suceder algo malo siempre le tocaría a él y el resto saldríamos ilesos. Era un pararrayos de lo más eficaz para las desgracias. En esos momentos de burla sin maldad, me sentía que estaba traicionando a Rogelio; pero esa es precisamente la cualidad que más caracteriza a los humanos: hacer las cosas, llevados por el conjunto, sin pensar realmente si es lo correcto o si nos agrada completamente.
Rogelio era de muy mal beber. Cuando tomaba una copa ya se ponía insoportable. Parecía perder repentinamente cualquier traba psicológica y se convertía en el ser más dicharachero del lugar. Era increíblemente original e irónico en sus chistes. Se acercaba a chicas desconocidas y se presentaba sin ningún pudor. Lo más gracioso era que sólo le hacía falta un vaso, con el segundo ya se mareaba y empezaba a devolver el almuerzo. No podré olvidar aquella ocasión en la que, tras haber ingerido su primer cubata –su bebida predilecta– se abalanzó hacia dos chicas preciosas que estaban en la barra de la discoteca e intentó hablar con ellas. Yo lo seguí como pude entre la marea de gente; parecía que como a Moisés, lo que para mí era oceánico para él era un mar separado. Antes de alcanzarlo, pude escuchar nítidamente, sobre la atronadora música del local, cómo una de aquellas jóvenes le llamaba “sapo asqueroso” y se marchaba arrastrando a la otra del brazo. No llegué a tiempo de evitar que Rogelio cogiera el vaso que abandonara la que le gritó y consumiera el líquido de un trago. Era mágico ver el efecto instantáneo que generaba en él el alcohol. En cuestión de segundos se puso verde y vomitó sobre un chico moreno y fornido que estaba ventilando sus ligues a otro chulillo. Fue la única vez que recibí un golpe por defender a alguien; quería evitar que lo demolieran allí mismo, pidiendo perdón en su nombre. Por suerte los contuvieron antes de que nos hicieran papilla, pero a Rogelio le habían reventado un vaso en la frente; el incidente le dejó una cicatriz –otra más– en la ceja izquierda. A mi me amorataron un ojo. Cuando se despertó, me contó entre balbuceos etílicos que los marcianos eran seres sencillos que odiaban la violencia. Por una vez deseé estar allá con él y sus mágicos seres, lejos de este desquiciado mundo.
Había otra cosa que teníamos en común mi amigo Rogelio y yo: los dos éramos muy introvertidos. No solíamos contar a casi nadie nuestros pensamientos íntimos. Pero entre nosotros era diferente. Por lo menos, él sí me contaba muchas cosas que a nadie más contó jamás. Yo conocí cual fue su mayor trauma en nuestra época del instituto. Cada vez que lo veía cerca de ella sabía lo que sentía. Es curioso cómo puede cambiar tu percepción de los acontecimientos cuando ya conoces lo que siente una parte y entiendes por qué actúa de determinada forma; lo que antes hubiera supuesto como natural y sin importancia, ahora cada vez que lo veía me imaginaba –e incluso sentía– la angustia que llevaba dentro Rogelio cuando ella se acercaba. Estuvo locamente enamorado –si ésta puede ser el término correcto– de nuestra compañera de clase Teresa. La verdad es que era muy mona la tal Teresa. Ella lo trataba un poco déspotamente, un poco como si no supiera de su existencia. Era muy triste verlo siempre bajar la cabeza en su presencia cuando ella se mofaba de él por alguna barbaridad que hubiera hecho o dicho recientemente. Yo, sin embargo, lo animaba para que se lo expusiera valientemente y que si no quería prestarle atención que la olvidara. Consejos que tal vez no supe transmitir con la fuerza necesaria para que los acometiera porque ni yo mismo sería capaz de realizarlos en situación semejante. Qué fácil es dar consejos que jamás seguiremos. No, él se resignaba a lo que el destino le dispusiera; ya era un verdadero experto en ello, comentaba siempre. Aguantó con estoicismo cuando el guaperas de la clase le echó los tejos en una verbena y salió con ella. A la semana la había dejado por otra –típico en él– y fue entonces cuando todos conocimos un poco mejor la excelente persona que escondía aquel saco huesudo y desproporcionado que era Rogelio. Durante los días siguientes, Rogelio estaba siempre con ella, apartados del resto del grupo, atendiéndola y escuchándola –virtud ésta que luego, pasado ya el tiempo, le atribuirían sus compañeros: una capacidad inhumana para permanecer atento a cuanto quisieras contarle y sin interrumpirte apenas–. Oí un día accidentalmente cómo Teresa le comentaba a sus amigas cuán bueno y solícito era Rogelio con ella; “es un cacho de pan y siempre te escucha sin criticarte lo que dices” confesó. Pero al cabo de unas semanas, ya curadas y cerradas las heridas, oí también casualmente cómo les decía a esas mismas amigas “es un maldito plasta que no sé cómo quitarme de encima; está ahí siempre mirándome esperando que le hable y sin decir nada. Es inaguantable”. Preferí contárselo a Rogelio antes de que se hiciera más ilusiones. No cambió su expresión cuando terminé mi relato. Me sonrió y me preguntó que si tenía hambre, porque a él le había entrado un hambre repentina y necesitaba zamparse un bocadillo lo antes posible. Ciertamente no era la reacción que esperaba, pero si supe con infinita certeza que ese día se le rompió el corazón en mil pedazos.
Ese no fue, ni con mucho, su único fracaso sentimental. Tal vez el primero de importancia, pero no el único. Ya en la universidad, comencé a perder un poco esa timidez que me caracterizaba para con las chicas y me encontré un poco más desenvuelto con ellas. No era un Adonis, aunque desde luego era un poco mejor agraciado físicamente que Rogelio. Ayudaba a ello mi complexión atlética y que nunca dejé de practicar un riguroso deporte estando en un gimnasio de Jiu Jitsu y aprovechando los veranos para ir a nadar diariamente a la playa. Quizá, como ya me encontraba un poco más seguro, instaba muchas veces a Rogelio, más allá de lo lógico, a que hablara con la Dulcinea de turno. Empleo esta analogía porque él mismo decía ser un “Quijote con un ideal inalcanzable, un sueño perturbador”.
Hubo una ocasión en la que sí me hizo caso. Caminábamos hacia el cine y enfrente, a diez metros, estaba la chica que ocupaba por aquella época sus sueños. Nada más verla comprendí que el patrón era siempre el mismo; físicamente se parecía mucho a Teresa. Ella, acompañada por una amiga, levantó el brazo saludando a Rogelio y este contestó, con el mismo gesto pero menos efusivo. Yo le di un ligero codazo y le dije que fuéramos “a hablar con aquellas dos monadas”; a ver si les apetecía unirse a nosotros e ir al cine. Era invierno y, para no variar, como hacía año tras año, Rogelio había cogido una gripe escandalosa que degeneró en un catarro incurable que llevaba arrastrando casi un mes. Puede que los medicamentos que tomaba le estuvieran debilitando la testarudez, o que ya empezara a perder el espanto que le producía acercarse a la chica que le gustaba. El caso es que para mi sorpresa no tuve que repetírselo ni tampoco tuve como respuesta ese obstinado movimiento negativo de la cabeza. Allá fuimos y él me presentó y ella presentó a su amiga. He de decir que la amiga de ella era preciosa y que tenía unos ojos maravillosos, pero era su sonrisa la que me dejo sin habla; yo me había quedado como extasiado observando su rostro angelical. Cuando comenzó a explicarle cuál era nuestro propósito de invitarlas al cine le sobrevino un espontáneo estornudo que no pudo contener. Estornudaba tan escandalosamente este Rogelio, que hasta yo di un respingo. Cuando me recobré del susto contemplé horrorizado la grotesca escena. Su amiga había sido congraciada con un enorme y espantoso moco en mitad de la cara. Creo que debía medir aproximadamente cinco centímetros aquella asquerosa flema verdeamarillenta. Me había enamorado al instante del ángel que acompañaba a la agraviada y temí, egoístamente, que por culpa de aquel gafe ya no pudiera volver a verla y la perdiera definitivamente. Un gesto, que debió delatar mis sentimientos, fue el llevarme la mano a la cara, mirando al suelo y moviendo negativamente la cabeza. Creo que instintivamente lo odié. Pero para mi sorpresa, demostrando la misma audacia, o más, que le empujó a acercarnos. Sacó un paquete de pañuelos de papel, se excusó repetidas veces y le dijo que la recompensaría invitándonos a todos a merendar, al cine y a dar una vuelta por la avenida; que él corría con todos los gastos, que era lo menos que podía hacer. Creía maliciosamente que ella aceptó la invitación de merendar para ir al lavabo y poder restregarse la cara hasta perder la sensación pegajosa que debía estar sufriendo. En aquel momento fue una creencia, pero luego me lo confirmó Sonia, la amiga de ella y luego mi esposa. En la croissantería que elegimos para comer, ellas se fueron al lavabo y allí Sonia le dijo que yo le gustaba y que por una vez intentara aguantarse porque deseaba conocerme. Fue, sin lugar a dudas, un día de suerte para mí, enmarcado en otro día nefasto para Rogelio. En la avenida, Sonia y yo íbamos hablando sin parar, rezagados de Rogelio y la amiga. En nuestra felicidad, no nos percatamos que ellos no volvieron a hablar desde el desgraciado incidente.
Sonia se introdujo en nuestras vidas. Ahora casi siempre que yo salía con Rogelio, ella nos acompañaba. Al principio sólo tonteamos, pero al cabo de unas semanas se consolidaron nuestros sentimientos y formalizamos un poco más la relación. Ahora me doy cuenta que tal vez fuera un poco desconsiderado con Rogelio, pero en ese momento yo no me paraba a reflexionar sobre qué podría estar sintiendo él; y de hecho, desde que Sonia se anexó a nosotros, él pareció dejar de contarme las cosas, de encerrarse un poco más en sí mismo. Ciertamente yo no estaba para darme cuenta de ello, creí que seguía siendo el mismo Rogelio torpe y gafe hasta la saciedad. De todas formas, Sonia y él hicieron muy buenas migas porque ambos estudiaban Ingeniería y ella, de un curso inferior, lo asaba constantemente a preguntas; por lo que él acabó invitándola a su casa para darle clases particulares. Supongo que fue esta familiaridad que había entre ambos, lo que me hizo pensar que Rogelio seguía siendo el mismo. Al cabo de medio año, yo ya casi no veía a Rogelio, mientras que mi novia lo veía lunes, miércoles y viernes de seis a ocho de la tarde para sus clases particulares. Sonia era nuestro medio comunicativo y, a través del cual, nos mandábamos cordiales saludos. Saludos que ahora parecían insustanciales.
Ya he dicho anteriormente que Rogelio mejoró su aspecto físico con el tiempo. Ganó mucho peso, veinte kilos, y se convirtió en un tipo bastante robusto. Ayudó a ello el que comenzara a acudir a un gimnasio de musculación. Me contaba Sonia que Rogelio había mejorado mucho, ahora sus manos, pies y cabeza, antes demasiado enormes para tan enclenque cuerpo, parecían haber encontrado el tamaño correcto. Si no fuera porque con sólo veintidós años ya estaba completamente calvo, me explicaba Sonia, podría decirse que era un chico guapo. Ella no era la única que lo pensaba. En el último curso de ingeniería, tuvo una novia que no le duró ni un mes. Su aspecto físico pudo mejorar, pero siempre arrastraba su misma mala suerte. Me llegó el rumor que un día estando abrazados se cayeron desde una barandilla a una altura de cinco metros. A él no le pasó gran cosa –“por muy grotesco que sea el incidente yo siempre salgo indemne”, nos repetía–, pero a ella la tuvieron hospitalizada durante un mes por una fractura grave en la cadera. Ella, como muchas otras personas antes, le dejó por su mal fario.
La última anécdota que viví directamente junto a Rogelio fue cuando decidimos veranear en la isla de Fuerteventura para celebrar nuestras licenciaturas, o que nos quedaba poco para acabar. Siete compañeros nos fuimos a dicha isla, zona turística repleta de ingleses y alemanes. Recuerdo que para culminar un conjunto de accidentes más o menos desafortunados –arrancamos varias veces con él para que le hicieran curas de urgencia–, la última noche, a eso de las dos de la madrugada, lo despertó lo que le pareció un ruido extraño y sordo en el balcón. Ni siquiera yo, sugiriéndole nuestra antigua confianza, logré que me dijera qué creyó ver. Lo único cierto es que a todo el complejo de apartamentos nos despertó un estruendo de cristales rotos que nos obligó a incorporarnos de un brinco. Cuando salí corriendo de mi cama para ver lo sucedido, me encontré a Rogelio tirado, inconsciente y ensangrentado en el balcón. Me recorrió, de pies a cabeza, un fulminante rayo de pánico. Me quedé inmóvil pensando que estaba muerto. Lo que me activó fue oír su murmullo inconsciente que repetía inconexamente “han venido… han venido”. Reconstruyendo la escena creo sinceramente –porque él nunca dijo nada– que echó a correr porque algo le llamó sobremanera la atención y que por no llevar las gafas, no vio que el balcón estaba completamente cerrado; atravesando el cristal del mismo. Por suerte lo único que sufrió fueron muchos cortes superficiales y tras varios días de observación en el hospital –el incidente hizo que yo me quedara un par de días más en la isla, mientras el resto regresó a casa–, se pudo incorporar y regresamos nosotros también. Me quedé para cuidarlo y por una angustiosa incógnita que no quiso resolverme; sinceramente pienso que él creyó ver a esos extraterrestres de los que me hablaba y que por eso salió corriendo a buscarlos.
Al poco tiempo de acabar la carrera, me contrataron para dar clases en un colegio privado, por lo que entre esto, mi novia y mi vocación por escribir ya casi no tenía tiempo para ver a Rogelio. Las cosas que supe de él fueron las que él mismo me contaba cuando coincidíamos ocasionalmente o las que me transmitía Sonia, quien seguía acudiendo religiosamente a sus clases particulares, tres veces por semana. Ella me decía que Rogelio había madurado mucho, que era una persona con quien se podía hablar de cualquier tema sin aburrirse. Con el tiempo había perfeccionado ese don natural, que parecía tener, de escuchar sin cansarse. Sonia le había repetido infinidad de veces que se dedicara a la psicología, porque, no sabía explicarlo, él tenía algo sobrenatural para atender a las personas. A veces creo que me atacó alguna punzada de celos ante la amistad tan buena que parecía tener mi novia con Rogelio. Pero ella me la arrancaba recordándome cuán torpe era él o simplemente adulándome hasta tal punto que no podía creer que fueran falacias de mujer.
Una de las últimas veces que vi a Rogelio en persona fue el día de mi boda. Por entonces contábamos con veintinueve años. Mi noviazgo había durado ocho años y él vino invitado por ambas partes. En realidad yo estaba un poco reacio porque, tratándose de mi boda, sabía que si él venía se las arreglaría para provocar algún accidente fortuito. Me siento mezquino por pensar aquella barbaridad, pero hay que entender que estaba realmente acongojado ante mi propio compromiso, y que no podía pensar en los sentimientos del que quizás fuera mi mejor y más sincero amigo. Cuando lo vi me llevé una grata sorpresa, indudablemente su aspecto había mejorado sustancialmente. Disponía de un cuerpo bastante musculoso y, ya a esta edad, la calvicie no parecía tan fuera de lugar. Incluso se diría que aquella cabeza lisa lo hacía parecer mucho más viril e interesante. Así se lo hice saber y le pregunté si ya había conocido al amor de su vida. Su respuesta fue negativa. “Todas me dejan al poco tiempo por mi mala suerte. Al principio les parezco un gracioso y cariñoso torpón al que hay que cuidar para que no se haga pupa, pero al par de semanas se cansan de mis constantes torpezas. La única que no me ha abandonado aún es tu inteligente mujer” nos dijo riendo y abrazó ligeramente a mi mujer, dándole un sonoro beso en el cachete. Acto seguido nos deseó lo mejor del mundo para nuestro matrimonio, que fuéramos muy felices y que esa felicidad se viera completada con hermosos niños. Yo no pude más que abrazarlo y nos dimos unas sinceras palmadas en la espalda. Pero este acto de sincera amistad no evitó que me preocupara el que estropeara el resto de la fiesta, porque aún quedaban tres o cuatro horas de la misma y a Rogelio sólo le bastaban unos segundos para demoler un panteón. Por suerte, a parte de caérsele repetidas veces la copa de la mano y de pisar a la novia un par de veces cuando bailó con ella, no aconteció nada más grave.
No fue lo único que supe de él. Se dedicó a la enseñanza –como yo– pero en un instituto público. El primer trabajo que tuvo, para una multinacional que se fijó en sus inmejorables calificaciones, decidió abandonarlo cuando incendió accidentalmente el laboratorio. Incidente en el casi pierden la vida tres personas que sufrieron quemaduras muy graves. Creo que hasta entonces nunca se había preocupado por lo que a él le aconteciera porque nadie más salía perjudicado; pero aquel día él salió indemne y casi hubo muertos. Por tanto optó por prepararse unas oposiciones para la enseñanza pública. No tuvo problemas para aprobarlas y de hecho llegó a tener posiciones políticamente de peso dentro de su instituto. Mi esposa, al terminar, consiguió un trabajo cerca del instituto gracias a que Rogelio habló en su favor. Muchas veces quedaban para desayunar o comer y de esta forma era cómo yo estaba informado de lo que le acontecía.
Sonia y yo tuvimos dos hijas gemelas preciosas al año y medio de nuestro matrimonio, lo que nos hizo enormemente dichosos. Pero no he de fingir que no tuvimos muchos problemas y discusiones. Algunas fueron completamente banales y otras mucho más serias. Ella cogía alguna vez a las niñas, preparaba un bolso de viaje con lo mínimo, y se iba a un hotel. Me confesó una vez que nunca volvería a casa de su padre –su madre había fallecido cuando ella contaba apenas cinco años–, por lo que casi siempre iba a un hotel. Por aquel entonces y dado mi paulatino alejamiento, Rogelio se convirtió en mejor amigo de mi esposa que mío, por lo que en contadas ocasiones en que mi mujer se marchaba enfadada se iba a casa de Rogelio a descargarse. Luego, cuando nos reconciliábamos, me contaba que Rogelio nunca decía una palabra malsonante en mi contra, sino que la escuchaba pacientemente hasta que concluyera y le pedía por mí que me perdonara y que intentara siempre ver la otra perspectiva del asunto, que de esa forma nos comprenderíamos mejor y seríamos mucho más felices y complementarios que antes. Esas palabras parecían aliviar una pesada carga en Sonia, que recapacitaba y se tranquilizaba, volviendo al día siguiente calmada y sosegada. Siempre le agradecí infinitamente a Rogelio su buen hacer, porque yo no podía estar sin Sonia más de un día sin que me sintiera atemorizado, como un niño pequeño en un cuarto oscuro, ante la posibilidad de no volver a verla jamás.
Cuando murió mi padre, caí en una profunda depresión. Nada me gustaba y, lo que fue peor, encontré que todo cuando hacía Sonia era motivo suficiente para discutir con ella. La crisis estalló cuando una noche, habiendo bebido más de la cuenta con unos amigos escritores llegué tambaleándome a casa. Ella estaba recogiendo una de mis carpetas con la novela que había abandonado hacía tres meses; limpiando los estantes y ordenando un poco las mesas del despacho, se le había resbalado. Cuando vi aquello le grité que era una mala puta, una mala esposa y una entrometida que quería robarme mi novela. Sin más le golpeé en la cara con desprecio. Sonia no me dijo nada, despertó a las niñas, se vistió ella, vistió a las niñas que lloraban, llamó a un taxi por teléfono y se fue. No pude conciliar el sueño, pero en mis paseos, cuando se me pasó un poco el efecto del alcohol y me percaté, con plena consciencia- de lo que había sucedido me eché a llorar, implorando a Dios que hiciera volver a Sonia. A calmarme un poco ayudó el que encontré a la entrada el bolso de mano de ella, con toda su documentación. No se había llevado nada de dinero, ni sus tarjetas ni nada de nada, por lo que creí que volvería a por ellos y que entonces aprovecharía para arrodillarme ante ella, pedirle perdón y suplicarle que se quedara. Con este propósito de enmienda logré conciliar el sueño reparador que necesitaba. Pero al día siguiente, cuando logré despertar, ya entrado el mediodía, me percaté que por allí no había aparecido nadie. Estuve dando vueltas y vueltas intentando averiguar que les podría haber sucedido, porque sin dinero no podían haber ido a ningún sitio sino volver aquí. Comencé a preocuparme realmente; llamé a casa de su padre y este pareció tan consternado como yo ante la desaparición de su hija; para acto seguido pedirme, no sin tintes agresivos, explicaciones por la desaparición de su hija. Ya pensaba llamar a la policía y a los hospitales más importantes cuando sonó el timbre de la puerta. Abrí esperanzado para encontrarme allí, de pié y con aspecto de pensar que aquel no era su lugar, a Rogelio. Mi mujer y mis hijas estaban con él en su casa. Sonia le había pedido que por favor recogiera sus cosas porque no tenía ningunas ganas de volver a verme. Rogelio se sentía tan violento por lo sucedido que al final no hacía más que tartamudear y tropezar. Me decía constantemente que lo sentía mucho, pero que ella no había atendido a razones y le había pedido insistentemente que fuera a recoger sus cosas. No había tenido más remedio que venir, porque ella decía que antes de volver aquí o a casa de su padre prefería prostituirse para ganar dinero suficiente para comprarse su propia casa. Me daba tanta grima ver a Rogelio en ese estado de exaltación y autoculpa que al final me tranquilicé, le eché una mano a recoger cuatro trapos y le conté un par de chistes malos que recordaba vagamente. Me quedé en la puerta esperando a que Rogelio cargara los bártulos en el taxi y se marchara. Antes de subir a él, se volvió, saco la su agenda de bolsillo, escribió algo y se acercó para entregarme una pequeña hoja que arrancó. Era su teléfono. Regresó junto al taxi, se volvió por última vez y alzando la mano en forma de despedida se introdujo dentro. Esta fue la última vez que vi a mi amigo con vida.
Mientras él llegaba a su casa llamé a mi mujer y tuve una conversación prolongada con ella. Ella al final me convenció que era mejor no vernos durante un tiempo para que yo me recompusiera, volviera a escribir y a desarrollar mi trabajo sin problema. Ella también necesitaba tiempo para perdonarme lo que nunca antes le había hecho, golpearla. Con estas palabras y llorando como un niño, le prometí que cambiaría y que ella sabría cuándo habría sucedido. Que hasta ese momento no sabría nada más de mí. Pedí al colegio un permiso largo y me clausuré en mi casa hasta que terminé mi novela. Cuando se editó, seis meses más tarde, le mandé un ejemplar. La dedicatoria del libro se la hacía a ella y a mis dos preciosas hijas, las estrellas que me enseñaron mi norte. Surtió efecto, porque a la semana, Sonia y las niñas estaban a la puerta de casa. Nos abrazamos y lloré nuevamente como un chiquillo. Todos lloramos.
Cuando le pregunté por Rogelio, ella me contestó que seguía igual de torpe. No quería hablar de él mas que de forma vaga e insustancial, supuse porque vivir con un gafe hasta la médula debe ser un verdadero suplicio. El caso es que ante la felicidad de volver a tenerlas en casa, me olvidé pronto del incidente. Y al poco tiempo, la felicidad fue aún mayor cuando me dijo que tras los episodios de pasión intensa que habíamos tenido tras nuestra reconciliación –llevaba seis meses esperando a mi esposa– habíamos engendrado a otro hijo y que ella pensaba tenerlo. Yo estuve en todo de acuerdo con ella porque quería que fuera el varón que siempre desee tener. Y cierto, fue el varón que deseaba, hermoso con los rasgos faciales de su madre.
Parece extraño, pero nunca más volvimos a discutir Sonia y yo. Y tampoco supe nada más de Rogelio hasta el día de su muerte. Aconteció ocho años después de la crisis con mi mujer. Un ladrón que acababa de robar un coche y conducía a más de cien bajo los efectos de la droga, no quiso parar ante un niño que cruzaba un paso de peatones. Rogelio se lanzó y empujó al niño fuera de la calzada a tiempo, pero resultó arrollado mortalmente por el vehículo. El coche se estrelló un poco más adelante y el ladrón consiguió huir sin lograr ser detenido en los siguientes días por la policía.
En el velatorio, me enteré que de todas formas estaba condenado a muerte. El año anterior había resbalado trágicamente por las escaleras de un parque al pisar una caca de perro y que al rodar hasta abajo se había clavado una jeringa. Le hicieron las pruebas. No tuvo suerte. Había sido infectado con el virus del SIDA. Era cuestión de unos pocos años más. Recuerdo cómo alguno de sus amigos repitió las palabras que tantas veces nos dijera Rogelio: “por muy aparatoso y grotesco del incidente, siempre sobreviviría”. “Esta vez no saliste airoso”, dijeron otros compañeros. Yo no estoy de acuerdo. Por una vez, no fue el destino quien lo empujó a él; esta vez fue él quien decidió su destino, por una sola vez él marcó su ritmo y eligió qué hacer. Al lanzarse delante del coche para salvar al pequeño, se negó a esperar resignado. Espero que ahora estés con esos seres extraterrestres tan queridos por ti, me dije.
Aún quedaron dos incidentes grotescos por suceder. El primero fue que se equivocaron en la esquela del periódico con su nombre y sus apellidos. El segundo aconteció cuando transportábamos el ataúd. Este debía tener un defecto de fabricación, porque en la puerta del crematorio, se desfondó y el muerto cayó a nuestros pies. Tan a flor de piel se pusieron los nervios que ubicamos a trancas y barrancas al muerto y al ataúd sobre la bandeja y los introdujimos en el horno.
Como ya no tenía familiares, optamos porque me quedara yo, su mejor amigo reconocido, con las cenizas y que decidiera qué hacer con ellas. Recordé que a pesar del trágico incidente de Fuerteventura, él me había dicho que aquella isla era un paraíso y que le encantaría morir en ella. Recuerdo sus palabras: “si pudiera elegir mi muerte, me gustaría que fuera tumbado, en la orilla, sobre la arena de una de estas playas, en una tarde calurosa, adormecido por el calor, refrescado por las olas y arrullado por el sonido del mar y del viento”. También recuerdo que yo le dije que también querría morir así. Por el octavo cumpleaños del pequeño, fuimos una semana a la isla y yo esparcí sus cenizas sobre las olas y al viento. Creo que fue la mejor despedida que se le pudiera hacer a Rogelio.
Pero su muerte aconteció hace ya trece años. ¿Por qué entonces vienen ahora a mí esos recuerdos?. Ya lo he dicho, tal vez sea que me siento viejo. Tal vez sea por una oscura sombra que acecha mi razón. No había vuelto a escribir desde hace dos años, desde que mi mujer murió de cáncer. La echo mucho de menos y me encantaría contarle que a las niñas, casadas ya, les va estupendamente; pero que con el pequeño –todo un hombre– no he tenido tanta suerte. Mi mujer era la única que podría haber aclarado y expulsado la sombra que cada día más nítidamente me somete. Me gustaría poder preguntarle a ella por qué mi hijo me recuerda tanto a Rogelio. No sólo en sus rasgos, sino en esa mala suerte que parece perseguirlo siempre a donde quiera que vaya.
Las Palmas de Gran Canaria Septiembre de 1997
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Tendría que revisar el texto para corregir las más que seguras faltas de ortografía, pero no tengo ganas de volver a leerlo. Tal vez dentro de otra década lo haga.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔