Tesoros perdidos reencontrados (V): 'El regalo de cumpleaños'
Uno de los primeros cuentos que escribí completo, “El regalo de cumpleaños” también fue mi primera incursión en el género erótico. Primera y última, sospecho. Se lo dediqué a mi amigo Rúbens porque él fue el que me animó a escribirlo cuando le conté la idea. Poco más queda por decir, salvo que lo escribí antes de llegar a la veintena y, hasta esa fecha, no había tenido mucha suerte con el sexo débil, así que me disculpen ellas si hay incongruencias de género.
Al igual que buena parte de los relatos que escribí, se publicó en el fanzine de la escuela universitaria, “Eyaculación digital”.
Como con el anterior relato, no sé si ésta es la última versión del texto, pero es la que tengo localizada. Es posible que haya alguna posterior con correcciones de diversa índole y función, pero hasta que no la localice es lo que hay. Tampoco tengo ni idea de porqué le puse a esta copia “privado” en el título. Pero bueno, como no tengo ganas de releerlo, igual hay algo morboso en el texto que no quería se publicase en la versión del fanzine. Da igual.
Al copiar y pegar desde el texto en Word veo que se ha perdido bastante de la maquetación original. He intentado restablecerla, pero aquí cuesta un poco. Espero que no afecte.
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El regalo de cumpleaños (PRIVADO)
– Suerte que tus padres están trabajando esta tarde– confesó Irene–. Así podremos estar más tranquilos.
– Hubiera sido exactamente lo mismo– replicó Pedro–. Solo que estaríamos en mi cuarto en vez de en el salón.
– No es “exactamente” lo mismo, porque no podríamos estar así– lo contradijo y lo besó. Estar así hacía referencia a la postura. Habían aprovechado la ausencia de los padres de Pedro para relajarse un poco más de lo habitual. Él se había descalzado y, sentado en el sillón, soportaba sobre sus muslos a Irene, la cual le había pasado el brazo izquierdo alrededor del cuello. Llevaban así algo más de diez minutos, entretenidos en ese sencillo juego de las caricias entre labios; pasando de besos fuertes y violentos a otros más sensuales y relajados.
Continuaban besándose. Irene tomó el labio inferior de Pedro entre los suyos y lo presionó con fuerza; abrió ligeramente la boca y lo mordió exquisitamente sin producirle daño.
–¿Te gustó mi regalo?– preguntó ella mirándolo a los ojos, bizqueando ligeramente debido a la proximidad de ambos.
–¿El compacto? Pues claro. Sabes que llevaba cerca de seis meses detrás de él. Es el regalo que más me ha gustado– y la besó provocativamente en la mejilla, cubriendo parte de los labios y la comisura de estos.
–Pero ese es el menor de mis regalos– dijo mientras se incorporaba, un poco torpemente; tenía las piernas algo dormidas, al igual que Pedro los muslos.
–¿Ah, sí?– preguntó algo intrigado. Esperaba respuesta mientras ella se dirigía hacia el otro extremo del salón. Sorteó la gran mesa de madera que había en el centro y llegó hasta el mueble donde se encontraba el aparato de música.
La contempló y consideró que estaba muy bien. Llevaba el pelo, de color negro, recogido en una coleta que dejaba ver, desde el ángulo en que él la miraba, parte del cuello; era un cuello de color blanco, como toda su piel. Incluso a esa distancia se apreciaba lo suave, lo bien formado y delgado que era. La parte baja del cuello estaba cubierto por el cuello de la camisa. Era una camisa de seda blanca, traslúcida, que quedaba sobradamente holgada y que podía llevar a cierta confusión acerca de la figura de Irene. Pero no había confusión. En un sincero juego de sombras y tonos apagados se entreveía lo que se escondía bajo esa camisa. Se notaba el sujetador, que cubría y mantenía firme esos pechos medianamente grandes. Se veía con claridad que era delgada, pero no en extremo; para muchos tenía un tipo increíble.
A la altura de la cintura, el blanco virginal de la camisa se precipitaba a un abismo de negro profundo; contraste que no suavizaba el ancho cinturón marrón oscuro con hebilla dorada. Llevaba una ceñida minifalda que daba una generosa representación de sus curvas caderas, de sus firmes glúteos y sus anticelulíticos muslos. La minifalda acababa, sin percibirse frontera alguna, a medio muslo y daba comienzo a los sedosos pantis, negros también. Como la veía Pedro, daba la sensación de que el conjunto de minifalda y pantis era una sola prenda: un tubo de tela que abrazaba la figura de ella.
Un poco más arriba de los tobillos se encontraban unas medias de lana gris, que estiradas llegarían hasta media pantorrilla, pero que, como estaban ahora, parecían un acordeón desinflado. Debido a la presencia del tono gris de las medias, casi no se percibía la pulsera que rodeaba su tobillo izquierdo. Para finalizar calzaba unos deportivos blancos de marca, con el logotipo en color rosa.
Quizás eran estas pequeñas extravagancias lo que le atraían de ella. No lo sabía ni le importaba.
Irene buscaba entre la colección de discos compactos de Pedro. «Aquí está», se dijo cuando halló el que buscaba.
–¿Lo has escuchado ya? – preguntó a Pedro sin mirarlo.
–¿Cómo? – Lo había sacado bruscamente de sus pensamientos.
–Te preguntaba que si lo has escuchado ya.
–¿El compacto? – preguntó y respondió–. No, aun no, pero sabes que tuve el L.P.
–Ya, ya… – y abrió la caja que contenía al disco plateado, lo extrajo y lo depositó, no sin mirarlo primero con suma curiosidad, en la bandeja del aparato lector. Comprobó que los altavoces seleccionados eran los del salón y cogió el mando a distancia del equipo. Regresó junto a Pedro.
Se colocó delante de él y flexionó un poco las rodillas, de manera que se apoyaban ligeramente sobre las de Pedro. Giró la cintura hasta que vio el aparato de música; levantó el brazo, dirigiendo el mando y presionó el botón señalado con el símbolo de puesta en marcha. Tres segundos y comenzó a sonar el disco; era un sonido sin impurezas ni ruido blanco de fondo. Era el Tubular Bells de Mike Oldfield. Volvió a mirar a Pedro y tiró el mando en el sillón, junto a él. Se lo quedó mirando fijamente. Llevaba puesta la ropa de estar por casa, de esos días de gran holgazán: un pantalón corto de deporte y una camisilla vieja. Lo miró a la cara, muy normal, perteneciente a un chico delgado pero fuerte. Le gustaba cómo llevaba el pelo: cortado al tres; parecía un marine de las películas estadounidenses. Contempló esas gafas que se anteponían a aquellos ojos profundos que se debatían entre el color verde y el pardo. Lo amaba. No era un chico extremadamente atractivo, pero lo amaba por aquella inteligencia y aquella sensibilidad que se escondían tras esos serios ojos.
–¡Te voy a dar lo que nunca me has pedido, pero que sé que anhelas; aquello con lo que sueñas todos los días! – exclamó Irene abriendo mucho los ojos y sonriendo malévolamente. Le dio un beso corto y se incorporó.
Distintos instrumentos comenzaban a unirse al ritmo principal para sumergirse todos en un único sonido polimelódico.
Irene seguía delante de él. Pedro echando la cabeza para atrás, intentando ver la cara de ella, pudo observar el contorno de los pechos, que chivaban con el movimiento la agitada respiración.
–No quiero que te muevas ni que hables. Sólo escucha– ordenó ella bajando la vista y, acto seguido, empujó uno de los sillones hasta situarlo a unos cuatro metros frente a Pedro. Se sentó.
La intensidad de la música crecía lentamente.
Pedro se inclinó hacia adelante, apoyó el codo derecho sobre la rodilla y la barbilla sobre la mano que, por la postura, le tapaba la boca. El otro brazo estaba sobre el muslo, colgando ligeramente la mano inmóvil entre las piernas un poco separadas. El cuerpo quedaba ladeado, como si estuviera jorobado; había alguna similitud con El Pensador de Rodín. Irene, completamente recostada en el sillón y con una pierna sobre la otra, la cual se movía nerviosamente, pensaba en cómo empezar. «Sé tu misma»– dijo para sí–. «Conecta con él. Haz lo que él siempre ha querido».
La música se encontraba en un momento álgido y se suavizó repentinamente.
Irene se inclinó hacia delante y comenzó a desamarrarse los cordones de los deportivos, descalzándose sin prestar mucha atención a lo que hacía. Se quito las medias. Al sacar la del pie izquierdo se dio cuenta de la pulsera, que ahora quedaba a la altura del tobillo, y que ofrecía un fuerte contraste: dorada sobre el negro de los pantis.
Cerró los ojos y esperó. Pronto aparecieron imágenes de un cuerpo masculino, completamente desnudo; el que tantas veces la había ayudado en los momentos de soledad voluntaria y en aquellos otros que no lo eran. Era un cuerpo sin cara; la cara no importaba, podía ser cualquiera; probablemente la imagen ficticia de Pedro.
Continuaba con los ojos cerrados. Mientras se recostaba lentamente en el sillón, iba recorriendo la seda que cubría sus piernas con el dedo corazón de cada mano; una sensación extraña que le producía un increíble cosquilleo. Le gustaba. Iba recorriendo cada parte, apreciando las formas y agradeciendo cada vez más las caricias. Los pies. Las pantorrillas hasta llegar al saliente que antecede a la rodilla. La rótula. Los muslos.
A mitad de los muslos notó un pequeño escalón y un cambio brusco de textura: la minifalda. Le agradó el cambio. Luego vino el cinto, de cuero, hasta llegar a la camisa.
A medida que sus dedos iban ascendiendo, la holgada seda dejaba paso, formándose una estela, como la de un barco entre las olas, para desaparecer lentamente entre las sedosas curvas. Llegó a los pechos y notó el sujetador. Los bordeó, recreándose en la hermosa redondez. Tropezó con un botón.
Repentinamente su piel, en la base del cuello. La barbilla. Los labios y sus comisuras. En sus ensoñaciones el hombre le pedía que se soltara el pelo. Así lo hizo y el cabello recogido cayó a ambos lados de la cabeza, sobre los hombros. Se peinó con los dedos.
«Aquellas manos… El individuo le acariciaba la cara. Bajaba por el cuello. Se lo besó. Le desabrochó la camisa e introdujo una mano…»
Se desabrochó tres botones de la camisa. Comenzó a acariciar su propio pecho bajo el sujetador. La presión que ejercía éste la molestaba. Terminó de desabrocharse los botones, aún con los ojos cerrados, y se quitó la camisa, forcejeando con la parte sujeta por la minifalda. La dejó caer a un lado.
Se escuchaba un solo de guitarra española.
El sujetador era de color crema muy claro y, al quitarlo, se pudo apreciar las marcas, de tonos rojizos, que había dejado sobre la fina piel. Irene casi no las percibió al pasar sus dedos sobre ellas. La falta del sujetador había descubierto unos hermosos pechos. Eran grandes y parecían obra de las firmes manos de un escultor.
Otros instrumentos se unían a la guitarra.
«…Y él tomó un pecho en cada mano y los apretó suavemente, frotando diestramente los pezones con el pulgar y el índice de cada mano. Luego comenzó a chuparlos con voracidad…»
Estaba completamente recostada, con las piernas todo lo separadas que se lo permitía la minifalda. Ella no veía el fuerte contraste que había entre la parte superior de su cuerpo, completamente desnuda y de piel blanca, y de cintura para abajo, cubierta por prendas negras. Posó sus manos sobre sus redondos senos y los sopesó; los estrujó con delicadeza. Se daba masajes. Chupó el dedo corazón de la mano derecha y lo puso sobre el pezón, duro, sintiendo un escalofrío de placer. Se mordió el labio inferior al pellizcarlo ligeramente. Su respiración se estaba acelerando.
«…sus labios iban rozando su piel hasta el bajo vientre…»
Sus manos, en débil contacto por los índices, bajaban por el vientre. Dejaron atrás el hueco del ombligo y continuaron hasta dar con el cinto. Se lo quitó a ciegas y lo tiró a un lado. La minifalda era otro obstáculo. Desabrochó el botón del costado y bajó la cremallera. Permaneciendo sentada la llevó hasta las rodillas con movimientos torpes debidos a la ansiedad: él le daba prisas y ella no quería hacerlo esperar. Terminó de quitársela con las piernas y la lanzó con el pie.
Separó completamente las piernas. Bajo el estirado pantis, sin arruga alguna, se notaba las bragas. Sus manos comenzaron a acariciar la cara interior de los muslos. Eran caricias cálidas y agradables sobre el tejido de las pantis que le producían una sensación extrañamente dulce. Se acercaba al centro. La suave seda transmitió fielmente los mivimientos y un espasmo recorrió su espalda. Sentía frío y calor a un mismo tiempo. Continuó, exhalando imperceptibles gemidos.
«…le había estado acariciando los muslos y ahora se los besaba, acercándose lentamente al húmedo centro…»
Bajó los pantis y las bragas hasta los tobillos, descubriendo la presencia de la pulsera. Abrió los ojos para quitársela, pestañeando bastante, y los volvió a cerrar rápidamente; por suerte el personaje de sus fantasías no había desaparecido. Sacó el pie izquierdo de los pantis, despreocupándose por el derecho. Se recostó completamente y abrió las piernas. Estaba completamente desnuda. Toda su piel era de color blanco, más aun en la zona pélvica; cerca de ahí se podía apreciar un vello púbico de tonalidades muy oscuras, casi negras, al igual que su cabellera.
El roce del frío metal, oro, por los muslos la excitaba aun más. Enredó la pulsera en el vello de la entrepierna. Comenzó a pasearlo junto a sus pechos.
Comenzaba la ceremonia final del Tubular Bells, donde se pasaba revista a todos los instrumentos que habían participado.
«…él lamía y chupaba, saboreando la parte de ella que más le gustaba…»
La mano izquierda apretaba los pechos y jugaba con los pezones, mientras que con la mano derecha comenzó a darse masajes en su entrepierna. Gemidos y ligeras convulsiones envolvían aquel frágil cuerpo.
«…y al final, él la penetró…»
Lamió el dedo corazón de su mano izquierda y lo introdujo en su vagina de un modo expeditivo. Pronto empezó a entrar y salir rítmicamente. La mano derecha seguía jugando con el clítoris. Los gemidos aumentaron de intensidad, anteponiéndose a los sonidos de la música, los cuales ahora llegaban desconectados unos de otros. Sus muslos se juntaban y separaban en un movimiento reflejo.
Éxtasis. Soltó un chillido agudo cuando llegó al clímax y continuó con los movimientos de sus manos, deteniéndose poco a poco. Había sido un orgasmo explosivo y aun veía formas extrañas moviéndose sobre sus párpados cerrados.
La música acabó en una nota sostenida que se iba perdiendo lentamente.
Su corazón latía con fuerza, acelerado, y su respiración era rápida, casi jadeante. Abrió despacio los ojos y enfocó la figura de Pedro, que continuaba en la misma posición de pensador. «Detrás de esa mirada seria, de diseccionador mental, sé que tiene unas ganas terribles de hacérmelo».
-¡Follemos hasta morir!- le pidió Irene.
Pedro, contemplándola, tardó un poco en hablar.
-Y…¿eso es todo?- preguntó con tono aburrido.
Suavemente daba comienzo la segunda parte del Tubular Bells.
Abril de 1992
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Si te has puesto bruto/a, es culpa tuya. ¿No te dijo tu madre que no debías andar leyendo este tipo de cosas en Internet?
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔