Quisiera ser un gran profesional
Jennifer, o Jenny, como la llamamos mi mujer y yo, es una chica bastante jovencita que tiene unas manos privilegiadas. Da unos masajes geniales que, mientras los recibes, dan ganas de que no acabe nunca. Siempre y cuando, claro está, no sea para eliminar contracturas y nudos generados por décadas de malos hábitos posturales. En esas ocasiones quieres que termine pronto el sufrimiento y te vas de allí sabiendo -y Jennifer lo sabe- que al día siguiente te estarás acordando de ella, y no precisamente para desearle lo mejor, ni a ella ni a sus familiares.
Además, Jenny es una chica a la que le gusta hablar mucho, muy extrovertida y con la que congenias rápidamente. Charlando con ella te das cuenta que adora lo que hace, que lo suyo es pura vocación y, además, se le da muy bien. Hay gente que nace con dones, y otros que tienen que hacer lo mejor que puedan aprender hacer. Seguramente habrá mejores masajistas que ella, pero para ella lo que hace es su vida, y lo hace lo suficientemente bien como para tener una clientela (o pacientela) más o menos fiel y a la que no le cobra especialmente caro, porque como buena profesional con vocación, el dinero no es lo más importante y sí el poder hacer lo que realmente le gusta. Es algo que ya he repetido varias veces: de nada sirve cobrar mucho si al final no te gusta lo que haces, o cómo lo haces, o dónde lo haces. Además, sabe, como saben los buenos comerciales, que puedes cobrar más, pero a veces es mejor fidelizar al cliente, porque a la larga te pedirá más y más, como es mi caso, y con ello garantizarás un entrada más o menos constante.
Después de las ‘terapias duras’, en las que hubiera agradecido un palo que morder para no gritar de dolor cuando trabajaba los gemelos de mis maltrechas piernas, quise saber qué más tipos de masajes ofrecía o podía ofrecerme a mí, en particular. Porque en su tarjeta de visita ofrece diferentes terapias y, como soy curioso por naturaleza, quería probar alguno diferente. De ahí que acabara exponiéndome a una primera sesión de shiatsu, hace una semana. Aunque acabé molido, repetiré, eso seguro, y ya estoy deseando que llegue la siguiente sesión.
Como decía, Jenny tiene una oferta interesante, y la curiosidad me llevó a preguntarle, aprovechando sus infinitas ganas de hablar, que me contase cómo era posible que diese tantos tipos de masajes. Su respuesta, como te la daría cualquier profesional con vocación, es que no para de apuntarse a cursos y más cursos en los que aprender nuevas técnicas. No necesariamente para ofertarlas, sino porque le gusta aprender. De hecho me comentaba que posiblemente pase un tiempo fuera, en la Península, para aprender técnicas de un masajista muy bueno; aunque de momento va a comenzar con los dos años que le habilitan para ofrecer tratamientos osteopáticos. Dice que tiene a mucha gente mayor a la que no puede -ni quiere mientras no sepa- dar este tipo de masajes. Esta chica tiene muchos de los ingredientes para llegar a ser una gran profesional: vocación, buenas herramientas (unas manos fuertes) y unas ganas infinitas de seguir aprendiendo y mejorando.
En muchos aspectos Jennifer me recuerda a mí mismo. No son pocos, ya, los años que separan este momento de aquel en que empecé a trabajar. Sin embargo, y pese al tiempo pasado, hay algo que me ha acompañado durante todo este tiempo, una constante que es universal en mi vida: seguir aprendiendo cosas nuevas. Obviamente no siempre ha sido así, porque aquellos que me conocen mínimamente bien, cercanos o lejanos, saben que a veces se han presentado factores exógenos, y otras veces endógenos, al trabajo, que me han empujado a querer abandonar esta profesión. Aunque al final acabo volviendo, porque me gusta lo que hago y cómo lo hago. Y, además, en la actualidad dónde lo hago. Con cada regreso vuelven otra vez las ganas de aprender cosas nuevas, y de reforzar las ya aprendidas. En mi caso, mi herramienta no son las manos, sino el cerebro. Y aunque no tan bien dotado con él como Jenny con sus manos, es cierto que sirve para trabajar intelectualmente en demasiadas cosas y áreas, así que tiendo a devorar casi de todo y casi cualquier cosa que, de alguna forma, crea puede servirme -cercana y directa o lejana e indirecta- para seguir mejorando en mi profesión, porque como ella, yo quisiera ser un gran profesional, y seguir ofreciendo mis servicios.
Pero esto es una reflexión puntual a causa de las manos de Jenny, porque a ese constante anhelo de seguir mejorando me ayuda mi mujer, la que siempre diré que no termino de merecerme, que comparte conmigo el querer mejorar siempre -ella en lo suyo, claro- y que, con ello, me anima a seguir intentándolo. Si Jennifer es esa imagen momentánea que te recuerda lo imporante de amar lo que haces, mi mujer es esa constante que evita que me de por vencido cuando las cosas no marchan como debiera y que me sigue animando a que no tema a equivocarme en mis decisiones. Y es que al final, no hay nada como tener buenos ejemplos que admirar y a los que querer emular.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔