Anecdotarium (IV): Las grandes batallas a pedradas
Siempre digo y repito, hasta la saciedad si es necesario y más que el ajo, que tuve la fortuna de crecer en el que, sin duda y pese a quien pese, fue uno de los mejores barrios de la ciudad de Las Palmas, el humilde barrio de gente humilde Tres Palmas. No digo que fuese de los mejores en el sentido de ‘gente pudiente’, como la zona de de Ciudad Jardín, paradigma de zona rica de la ciudad en el último cuarto del siglo pasado. Era un gran barrio por algo más cercano, mundano y humano: fomentaba la comunicación y la convivencia entre los vecinos.
Salir de la puerta del bloque y sentarte en un banco junto a un jardín, o caminar hasta casa de un vecino o hasta el supermercado, el club social, biblioteca, o la guardería, todo ello sin tener que preocuparte de ningún coche al no tener que cruzar una carretera es algo que con el tiempo acabas apreciando de forma especial. Más si ahora, al salir del portal de donde vives, topas con un coche aparcado o debes caminar por una acera, además de plagada de mierdas de perro, estrecha que hace imposible que dos personas caminen a la par. En Tres Palmas la gente se podía -y puede- parar a hablar tranquilamente en los pasillos, frondosos en la época en que era niño, y que comunicaban los diferentes edificios, altos para la época y la zona. Y los niños, lo importante, no corrían peligro al estar lejos de la carretera y pasar la mayor parte del tiempo colgados de árboles, entrenando los genes que dan por culo a los creacionistas y que demuestran que venimos del mono. Han tenido que pasar muchos años -¿veinte tal vez?- para que empiece a fomentarse este tipo de comunidades nuevamente, incrustando una zona ajardinada encerrada en un rectángulo arquitectónico. Hablo de la zona de Siete Palmas, por supuesto. Aunque a diferencia de estos complejos, nuestro horizonte era el mar, y no las ventanas del vecino.
Pero este no era el único espacio que disfrutar por parte de los más pequeños. El barrio de Tres Palmas se eleva en la falda de una montaña -o se asoma a un barranco, como se prefiera-, lo que nos permitía hacer excursiones para cazar y mortificar bichos diversos, o para hacer el gamberro en las cuevas, pocas por cierto, que había en la extensión. Eso cuando no íbamos a explorar, caminando por la ‘punta de la montaña’, tierras más lejanas. Para los que conocen la isla, se podía llegar hasta las plataneras de Tamaraceite andando por ella, sin tropezar durante horas con nada ni tener que cruzar una carretera.
El barrio más cercano es el de Hoya de la plata. Este barrio fue construido unos pocos años antes de forma más funcional. Es un barrio dormitorio, y lo lleva calado hasta sus cimientos. Edificios de viviendas a ambos lados de la carretera que ascendía y poco más. Únicamente los de la parte alta tenían acceso directo a la montaña. En el resto, los niños tenían -y tienen- que jugar, cuando salían a la calle, cerca de la carretera. Hoy en día vivo en ese barrio, principalmente porque conociendo la zona, era donde más barato se podía comprar, en plena cresta de la (b)ola inmobiliaria, un buen piso a un precio justo. Tenía claro que quería una hipoteca al precio de un alquiler. Y así lo hice, mientras otros viven asfixiados por pisos más modernos, igual de grandes y, muchísimo más caros, con sueldos muchas veces inferiores. Sin embargo, recordando qué disfrutaba yo de pequeño, sé que si la economía y los banqueros lo permiten, mis hipotéticos descendientes se criarán en otra zona. Un barrio como Tres Palmas es lo que busco, a poder ser con terraza, que es lo único que no tenía.
Como decía, el barrio más cercano es el de Hoya de la plata, y durante muchos años estuvieron separados por un buen trecho de montaña, únicamente. La carretera que subía por Hoya de la plata seguía, cuando lo abandonaba, unos ciento y pocos metros más, hasta encontrar el barrio de Tres Palmas, teniendo a la izquierda, en sentido ascendente, la montaña, y a la derecha el barranco que formaba con la montaña vecina. El terreno de montaña estéril, fue sustituido por un buen colegio cuando yo ya tenía la edad de trece años, cursando el último curso de EGB en él. Hasta esa fecha, y durante muchos años, lo que hubo ahí fue el terreno desmontado, alimentando los rumores de que en cualquier momento se haría el colegio, y que formaban dos grandes extensiones planas, en dos niveles diferentes de la ladera. En ambas extensiones los niños, que gestan desde temprana edad el espíritu colonizador que ha caracterizado a la especia, demarcaron sendos campos de fútbol. El de la zona alta más grande, mucho más, que el de la zona baja.
Así que, en un día normal de la vida de un niño de Tres Palmas, significaba que al volver a casa del colegio, y tras merendar un bocata de nocilla y un vaso de preparado lácteo millac, bajabas a reunirte con los amigos en la puerta del bloque y, balón bajo el brazo, caminabas hasta el bloque más cercano a la ladera, el bloque uno, accedías sin esfuerzo a ella y, siguiendo un camino formado por el pasar y erosionar de pequeños cafres, llegabas al campo de fútbol de la zona alta. Donde, en no pocas ocasiones, te encontrabas jugando a los niños -con los que compartían patio de recreo durante la mañana-, pero que vivían en Hoya de la plata. Como es normal y de esperar, dado que el sentido territorial es algo genético que debemos aprender a controlar -y fingir que no tenemos- con el paso de los años, la posesión y el derecho de uso de aquel territorio requería de la fuerza bruta y de una solución tajante que pasaba por la violencia extrema. Así que, dejando el balón a un lado y olvidando las buenas enseñanzas que nuestros mayores nos inculcaban, a la fuerza o no, el derecho de propiedad de aquel terreno se resolvía a pedradas. En los extremos, cada uno en el más cercano a su propio barrio, por aquello de practicar una vergonzosa y rápida retirada si el otro bando crecía mucho -que atraidos por el clamor de la batalla se iban sumando niños en ambos extremos-, nos alineábamos los niños para coger piedras, cuyo suministro en una montaña es casi infinito, aclaro, para lanzárselas a la fila de mocosos del otro lado. Suerte que la distancia a cubrir era grande y que nuestros músculos eran pequeños, porque rara vez las piedras ponían en peligro el craneo de los oponentes. La mayoría no llegaba a cubrir dos terceras partes del campo de batalla. Así que, con el peligro más bien ridículo de sufrir una coneja y, dado que era más divertido intentar romperle la cabeza al enemigo que jugar a la pelota, al final ya ni llevábamos el balón. Simplemente nos reuníamos en la puerta de uno de los bloques e íbamos a la guerra. Nos sentíamos parte de algo más importante, teníamos una patria que defender. Y que yo recuerde, en varios años en que se dieron las guerras de pedradas, algo que ocurria de forma puntual pero cíclica, solo tuvimos que celebrar una baja. Digo celebrar porque la pedrada se la llevó un niño del otro bando. ¡Qué a gusto nos sentíamos haciendo el cavernícola!
Por cierto, si no sabes lo que es una coneja, acude al diccionario guanche-godo.
Por supuesto, y aunque parezca extraño, no siempre andábamos guirreando con los del barrio cercano. A veces, muy pocas, también nos peleábamos con los de otro bloque (los de los ‘bloques de arriba’ contra los de abajo), pero era más raro y anecdótico. Sin embargo, la mayor parte del tiempo manteníamos una cierta paz, tensa eso sí, y como buenos vecinos compartíamos el campo de fútbol, resolviendo nuestras diferencias con el deporte rey. Aunque niños, también sabíamos jugar al juego de la paz y la hipocresía. La mayor parte del tiempo. Pero una vez al año, durante unas semanas, teníamos una de esas guerras. Generalmente por alguna estupidez, como ganar tres o cuatro partidos seguidos al equipo del otro barrio. Cuando el tiempo era bueno para ello, porque cuando llovía, el campo de fútbol improvisado, en un terreno allanado para construir lo que acabaría siendo el patio de recreo de un colegio, quedaba inservible y no merecía la pena pelear por el derecho a usarlo en exclusiva. ¿Quién quiere pelear por una tierra que no sirve para nada? En el fondo los niños hacen, de forma innata, lo que los mayores buscan perfeccionar de forma activa. Aunque los adultos lo hacen con más mala ostia y, últimamente, el recurso es petróleo iraquí y no un campo de tierra.
¡Qué mayores nos sentíamos haciendo valer nuestro poder practicando el noble arte de la guerra, ya que éramos demasiado pequeños para el arte del amor!
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔