Tesoros perdidos reencontrados (XVIII): 'La demoledora'

Hacía tiempo que no publicaba algo un martes, día dedicado, que no reservado en exclusiva, a esos pequeños tesoros que en su día perdí y en su día recuperé.

Hoy toca otro relato. Uno de los últimos, si no el último, que tengo redactado de forma completa.

Lo escribí en una época realmente oscura de mi vida. Tal vez el que llegué a considerar el peor año de mi existencia: 1997. Especialmente hiper sensibilizado con casi cualqueir cosa, me enteré de la suerte que estaba corriendo la sobrina de unos amigos de la familia. Dieciocho años, una operación complicadísima y pérdida parcial del habla y de la capacidad congnitiva. Aguantó tres meses más, nada más.

Intoxicado por esta amarga experiencia ajena y por mis propias penalidades, que nada tenían que ver con dolencias de carácter médico, aclaro, pero sí mucho con desamores, escribí este pequeño relato que, en esta ocasión, no llegó a publicarse en el fanzine de la escuela. Hacía ya bastante tiempo que no se publicaba el propio fanzine.

Un relato algo triste que no recomiendo leer. Especialmente si no te encuentras en uno de tus mejores momentos.

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** La demoledora**

Llevaba varias semanas acudiendo puntualmente a su cita con el destino, como a él le gustaba llamarla. Llegaba a las ocho y media de la mañana a la ladera, frontera de uno de los barrios periféricos de su ciudad natal, y se sentaba aproximadamente en el mismo sitio. Una vez allí, se quedaba mirando, estudiando absorto, a los trabajadores de la construcción y la maquinaria que estos manejaban. Estaban derribando unos edificios de viviendas, en precarias condiciones tras veinte años, para construir a continuación otros más grandes, más feos y, posiblemente, menos duraderos.

Todas las mañanas salía de su casa a eso de las seis y cuarto. Daba un beso a su madre, otro a su padre y se marchaba sin emitir ningún sonido. Veía las tristes caras de sus padres, comprensivos, evitando decir nada; pero expresando con su mirada el dolor y la pena que los embargaba. Una vez en la calle, caminaba y caminaba, sin rumbo fijo, durante casi una hora. Al cabo de ese tiempo tomaba rumbo a la obra.

Casi siempre salía con su libro favorito, “Crónica de una muerte anunciada”, en el bolsillo. Cuando en la construcción descansaban, él aprovechaba para leer y releer algunos pasajes del libro, que ya amarilleaba del uso y cuyas puntas de las hojas estaban ya bastante estropeadas. A él le era indiferente, se sumergía en aquellas palabras, en aquellas frases y párrafos; era como si tuviera la oportunidad de leer el futuro de los acontecimientos en papel y al tiempo estar seguro de que, aún conociéndolo con exactitud, nada podría hacer para remediarlo. Eso era lo que le pasaba, se decía a sí mismo: “conozco mi destino, pero no puedo hacer nada por cambiarlo”.

Al mediodía, recorría los ocho kilómetros a que distaba el hogar paterno y recogía unas pocas frutas de la nevera para, acto seguido, volver a salir. Por la tarde vagaba sin rumbo. “Es lo único que puedo hacer para combatir a mi destino preestablecido: imponerme una anarquía absoluta por las tardes”, se repitió miles de veces. Generalmente acababa en un parque y se sentaba a leer su libro y a contemplar a las personas que paseaban arriba y abajo. Les miraba a los ojos buscando aquello que escondían en lo más profundo. Ese sufre un desamor, ese es muy feliz, ese es estúpido, ese es un ladrón…

Muchas veces se llegaba hasta el hospital en el que trabajaba su madre de enfermera y se quedaba escondido, vigilándola al salir. Mirándola desde la distancia a los enrojecidos ojos. Los primeros días era visible que había estado llorando, pero ahora simplemente tenía la mirada completamente ida, huida de su conciencia. Siempre se quedaba allí quince o veinte minutos, a la puerta del hospital, esperando a que el padre acudiera a recogerla. Él siempre le preguntaba si llevaba esperando mucho, pero ella le mentía: “Acabo de salir hace dos minutos”. Respondía quedamente.

Luego, caminaba durante dos horas hasta su casa. Besaba en la frente a sus padres, cenaba algo y se acostaba en su habitación. No dormía. Por lo menos no durante las primeras horas. Pensaba y pensaba, siempre dándole vueltas a la misma idea: a la muerta. A Su Muerte. Cuando lograba dormir soñaba con su demoledora.

Hacía ya dos meses que le comunicaran la noticia. Pidió a sus padres estar presente. “¡O de lo contrario armo la de Dios!”, amenazó. Era un chico tan responsable, que sus padres, al ser amenazados por primera y única vez, de aquella forma tan decidida, no supieron como reaccionar y le concedieron estar presente. El médico, neutral, distante y ajeno como exige la profesión, resumió el diagnóstico confirmado por años de experiencia: Tumor. Riesgos inadmisibles. Dañor cerebral. Inoperable. Sentencia de muerte.

  • Lamentablemente no podemos hacer gran cosa- expresó, con la misma tonalidad neutra que empleaba con todos sus pacientes, mientras señalaba la placa del escáner –. La profundidad hace inviable una intervención quirúrgica. De todas formas, vamos a intentarlo todo. Las últimas técnicas en quimioterapia han conseguido mejorar y prolongar…

  • No se preocupe. Me hago cargo – interrumpió. Tras unos segundos de parecer meditar algo, y sospechando que se esperaba alguna palabra de perdón a su verdugo dijo:– Muchas gracias por todo. Si me disculpa, yo espero fuera, hable con mis padres.

Sus padres salieron a los quince minutos, sin rastro de color en sus rostros. Ambos con muestras de haber llorado amargamente. El trayecto hasta casa se desarrolló en un silencio incómodo. Pero él lo agradeció. Lo menos que le apetecía ahora eran palabras de pesadumbre o de consuelo. Mañana tal vez, pero hoy no quiero hablar absolutamente de nada. Ya en su casa, se permitió el ducharse durante una hora, bajo agua caliente; esperando tal vez que el vapor que despedía su cuerpo lo purificase y que el agua arrastrase todos sus males. Entre los chorros de agua que caían desde su cara, iban mezcladas las lágrimas que había contenido desde que salió de la consulta. Esas que no quiso mostrar a sus padres. Luego se acostó sin cenar, cerrando la puerta de su habitación con llave. No pegó ojo. Podía escuchar el silencio de sus padres en la cocina. Ambos lloraban mudamente para no estorbar el sueño de su único hijo.

Los primeros días, sus padres intentaron convencerlo de que acudiera a las terapias, pero él se negó rotundamente. La única oportunidad que tendrían de que acudiera a las mismas, era que su madre le dejara acudir un día con ella al trabajo. Trabajaba como enfermera cuidando precisamente los casos terminales. Paliativos, llamaban en modo resumido la planta en la que trabajaba. Sus padres se negaron tajantemente, creyendo que sería contraproducente; pero no estaban acostumbrados a la determinación que demostraba ahora su hijo en las decisiones, por lo que esperanzados de que con aquello pudieran convencerlo de acudir a sus sesiones de quimioterapia, consintieron. Acompañó a su madre por el servicio, observando a todos los encamados. Mostraba especial interés en los pacientes de cáncer y, en particular, en aquellos que padecieran, como él, tumores cerebrales. Los contemplaba en su inconsciencia saturada de morfina, conectados a máquinas que trabajaban exclusivamente para ellos. Extremadamente delgados y amarillos con el brillo de la cera, despedían olores que no lograba identificar, pero que le resultaban de una nocividad antinatural; “se están pudriendo en vida”, creyó escandalizado. En más de una ocasión realizó un supremo esfuerzo por no vomitar allí mimo. Se marchó, sin despedirse de su madre, caminando hasta su casa.

  • Sólo lo voy a decir una vez – se encaró con fiereza a sus padres a la hora de la cena -. Luego no quiero volver a insistir más en el tema. Me voy a morir. Cualquier cosa que se haga para impedirlo, lo único que logrará será mantenerme en un estado de muerte en vida; como las personas que estaban en el hospital -. Miró a su madre, que bajó la cabeza consciente de la visión que pasaba en ese momento por la mente de su hijo -. No pienso acudir ni a quimio ni a radioterapia. A todos los efectos ya estoy muerto.

Sus progenitores no daban crédito a la última afirmación. Sin esperar respuesta, su hijo se había levantado de la mesa para ocultarse en su habitación, cerrándola con llave como venía haciendo desde la última vez que vieran al médico. Sabía que si no lo hacía, su madre entraría furtivamente por la noche para cuidarlo y vigilarlo; como hacía cuando él era pequeño y se ponía enfermo: su madre pasaba las noches en vela vigilando la fiebre y la recuperación de su valioso hijo. Eso era lo que menos necesitaba ahora, compasión. Si se descuidaba, lograrían que perdiera la poca fuerza que le quedaba. Si eso ocurría, no podría seguir adelante como él quería seguir.

Dejó de hablar. Con sus padres o con cualquier otra persona. Ya no acudía al instituto. Tampoco devolvía las llamadas que le hacían sus amigos cuando él estaba fuera. Ni contestaba cuando estaba en casa. No quería cruzarse ni hablar absolutamente con nadie. Simplemente quería pasar sus últimos días completamente sólo, pensando en sí mismo. No había tenido tiempo en su corta vida en dejar huella, no quería dejarla ahora, a pocos meses de irse. Una huella con sabor de tristeza y pena.

Cuando descubrió la obra, en uno de sus primeros vagabundeos, quedó atraído por la demoledora, como él llamaba a aquella máquina responsable de destruir toneladas de bloques y cemento con un solo golpe. Aquella máquina enorme, prolongada en una gigantesca bola sujeta a una fuerte cadena, que manejaba a su antojo y lanzaba a los grandes edificios para derribarlos, le fascinaba. Así se imaginaba el funcionamiento de su tumor, como una gran bola que se lanzaba contra las construcciones de su cerebro para destruirlo. La miraba volar por el cielo y, cuando la bola golpeaba contra un edificio, se imaginaba que su tumor infernal golpeaba al unísono, haciendo vibrar a su prematuramente pútrido cerebro. Desde aquel día, no dejó de acudir un solo día de trabajo. Los domingos y festivos, se iba a la playa y, descalzo, caminaba de un lado a otro por la fría arena en un invierno especialmente frío.

Uno de los días, contemplando fascinado y absorto a su demoledora trabajar afanosamente, unos chicos se le acercaron y se pusieron a incordiarlo. Vivían, con toda seguridad, en aquella zona marginal y eran indudablemente pobres por las muy deterioradas ropas que vestían y las claras manchas de suciedad agarradas a sus rostros y brazos. Contarían entre once y catorce años, pero eran cinco e iban armados con palos y piedras. Le preguntaban quién era y exigieron que les diera todo lo que tenía. Él no les contestaba, seguía mirando a la obra y a la máquina que lo atraía de manera tan singular. Ellos, enfadados por ser ignorados, fueron estrechando el cerco para intimidarlo.

  • ¡Eh tú, jodio gafúo! – gritó el más grande al tiempo que le lanzó una piedra, sin mucha fuerza, que le dio en la rodilla. El dolor del impacto pareció sacarlo del limbo y, por primera vez se quedó mirando, embobado y con la boca abierta, a la amenaza que desde hacía unos minutos lo acosaba. Continuó hablando el gamberro -. ¿Quié coño ere? Dame too lo que…- Sin terminar la exigencia, lo miró a la cara y se sorprendió:- ¡Joe! ¿Po qué sangra po la narí esta marica? –. Hizo la pregunta, tal vez asustado, tal vez sorprendido que el chico empezara a sangrar sin haber sido aún agredido.

Para cuando los otros, la mayor parte vigilando la espalda para que no huyera en esa dirección, giraron para encararlo, empezó a agitarse convulsivamente y a vomitar sobre sí mismo. Cogidos por sorpresa, y temiendo que los acuaran de los síntomas -o includo se la muerte, porque parecía que se estaba muriendo- del chaval si se quedaban, los niños salieron corriendo.

Despertó desorientado y dolorido. Buscando referencias visuales de dónde se encontraba. Pensar era tanto o más doloroso que moverse. Habían pasado unas cuantas horas, quizá cinco o seis. No podía pensar con claridad. Cuando pudo erguirse mínimamente, se quedó sentado, con los hombros caídos y las manos extendidas a los lados, mirando al infinito. La realidad fue llegándole poco a poco a través de los abotargados sentidos. Para cuando comenzó a hilar pensamientos coherentes y mínimamente complejos, ya había oscurecido completamente. Le extrañó que nadie hubiera acudido a socorrerlo, pero en el fondo dio gracias a ello. Intentaba incorporarse una y otra vez, pero no lograba mantener el equilibrio. Cada vez que lo intentaba un dolor horrible, tan intenso que le cortaba la respiración, recorría su columna vertebral. Su brazo izquierdo no terminara de responderle, ignorando cualquier orden dirigida a él. Lo sentía como corcho colgando. Como si no fuera suyo. Con cada intento, el cerebro parecía que se le iba a salir por las órbitas de los ojos. Y, cuando desistía una vez más, el mundo parecía girar incansablemente en torno a él. Esperó otra hora más, completamente insensible al frío que hacía. Tal vez a causa del frío, los músculos empezaron a dolerle menos y consiguió ponerse en pie. El regreso a casa estuvo amenazado a cada paso de caer redondo por un traspiés. Iba haciendo eses, como un borracho. Recobrar la sensibilidad en el brazo y en en todo su cuerpo trajo consigo empezar a sentir el duro frío de la noche. Cada cierto tiempo se cobijaba unos minutos en algún portal, donde recuperar algo de fuerzas, tiritando y abrazándose para entrar en calor. Las primeras veces no le importaba, pero al cabo de un rato le preocupaba que lo descubriesen escondido. Apestaba. Tenía las ropas completamente manchada de vomitos, orines y su propia mierda. En el camino volvió a orinarse varias veces encima.

En su casa encontró a sus padres sentados en la cocina intranquilos, esperando la llegada de su hijo. Siguió de largo, sin hablar como era ya natural, hasta el cuarto de baño. Escuchó la débil súplica materna queriendo saber dónde había estado hasta esas horas. No contestó. Se encerró en el baño y se duchó durante media hora, dejándo que su cuerpo se quemara bajo el agua hirviendo. Parecía haber recuperado el calor, la sensibilidad y una completa consciencia. Esta vez se había asustado realmente. En el tiempo que llevaba sufriendo su degeneración, ya había sufrido unos cuantos vahídos menores. Pero ninguno como el sufrido ese día. Entre lágrimas silenciosas se aseguró que ya había comenzado la última fase. Esa que acabaría dejándolo postrado en una cama en de hospital. Pasando la mayor parte del tiempo en una inconsciencia inducida por fármacos mientras su cuerpo seguía pudriéndose y despidiendo olores desagradables para los familiares y amigos que se acercaran a ver sus últimas inspiraciones y espiraciones. La imagen de aquellas personas completamente deterioradas le vino a la memoria con tal fuerza que estuvo a punto de perder el equilibrio. Se sentó en el plato de la ducha y lloró. Esta vez de forma sonora. Ya no le importaba que sus padres le oyeran llorar.

Una vez seco y abrigado, seguro de que sus padres ya se habían acostado, salió y cenó algo. Apenas le quedaban unas horas antes de que el padre saliera a trabajar. Se metió en su cuarto, se vistió, saliendo nuevamente. No le extrañó que sus padres no se despertasen cuando se acercó a besarlos en la frente. Tal vez no querían asumir que su hijo se iba y el único cobijo que les quedaba eran sus sueños. Tal vez soñaban con otra vida, una en la que su hijo no tenía que morir. O una en la que había una cura milagrosa y todo salía bien. Su madre sonrió y siguió sumida en su sueño cálido. Su padre comenzó a gimotear cuando el hijo ya estaba en la puerta. A lo mejor su padre sí estaba despierto y sabía porqué se marchaba. Por un momento estuvo tentado de retroceder y darle un abrazo. Como el que le daba cuando lo esperaba en la puerta al llegar del trabajo. Cogió una manzana de la cocina y salió de la casa sin hacer ruido.

Consigo llevaba el libro que tanto quería y las cartas que le había escrito su primera y única novia. Los últimos días se había acordado mucho de ella. Recordaba el día, hacía dos años y medio, en que se despidieron en el aeropuerto. El padre de ella había conseguido un ascenso en la empresa y lo mandaban a otro lugar. Se juraron amor eterno y esperar el uno por el otro, porque algún día, dijo ella, volvería. Pero el tiempo fue debilitando el sentimiento y acrecentando el intervalo entre carta y carta, por ambas partes. Hasta que en la última, tras dos meses de silencio, le decía que había conocido a otro chico. “Desde luego, soy un tío sin puta suerte”, se dijo.

En la calle había empezado a llover con abundancia. El clima le hizo recordar las Navidades y, espontáneamente, cayó en la cuenta de que al día siguiente comenzaban las vacaciones de Navidad para los alumnos del instituto. Estudiaba el último curso antes de ingresar en la universidad. Quería estudiar Matemáticas. Y Física. Adoraba las ciencias y muchas veces se imaginaba a sí mismo trabajando con los mejores grupos de investigación. Por un momento se dejó creer que aquello era un mal sueño y que en realidad todo esto acabaría tan pronto lograse despertar. “Qué pensamiento más estúpido”, se criticó duramente.

Ya había tomado la decisión. Se dirigió sin rodeos y sin pausas, al solar de la construcción. Saltó la valla y se encaminó al edificio que había elegido el día anterior. En el camino la asaltó el perro del vigilante, quien a esas horas estaba durmiendo. Interpuso el antebrazo derecho y el pastor alemán, una bestia enorme, lo sujetó entre sus fuertes mandíbulas, haciendo bruscos movimientos con la cabeza buscando rasgar la carne y romper el hueso; pero la ropa que llevaba impidió que se le clavaran muy profundamente los colmillos. El impacto lo había derribado y el animal aún forcejeaba sobre él, pero al instante perdió interés. El perro estaba intrigado, porque no había detectado miedo o dolor en aquella persona; soltó la presa y gruñendo desconfiado se alejó unos metros. A él le había dado igual que el perro le atacara; de hecho no le importaba lo más mínimo que lo matara allí mismo. Instantes después el perro se sentó, ligeramente intrigado, mientras aquel chico permanecía tumbado boca arriba, mirando el frío y despejado cielo, cargado de estrellas. En otras circunstancias habría dicho que aquella era una noche hermosa como pocas.

Al cabo de unos minutos se incorporó quejumbrosamente y continuó su camino, de espaldas al perro, que lo miraba ladeando la cabeza. Entró en el viejo edificio como pudo y subió hasta el último piso. Llevaba una pequeña linterna y a su luz releyó todas las cartas que recibió de su lejana novia. También leyó algunos de sus pasajes predilectos del libro, que también llevaba en uno de sus bolsillos. Dobló cada una de las cartas con sumo cariño y las encajó dentro del libro. Se dijo que tenía que haberse despedido de ella. Haberla llamado al menos una última vez. Ya no servía de nada lamentarse, se dijo, y se tumbó en el frío suelo, sin ser consciente del olor a humedad y de las ratas que correteaban cerca, mirando el cielo que le permitía ver la ventana sin cristales. Nombrando las estrellas que aparecían en ese espacio se durmió. Mintaka, la hermana de Alnitak y Alnilam fue respirada, más que pronunciada, antes de caer en un profundo y absoluto sueño. El primero, tal vez, desde que volvió aquella maldita tarde del oncólogo.

El primer golpe lo despertó. Sentía temblar el edificio. La inyección de adrenalina lo incorporó de un salto. Apenas pudo gritar “¡No moriré estúpidamente en una cama!” cuando una sombra enorme apareció en la ventana. En una centésima de segundo se veía la luz a través de la ventana y en la centésima siguiente todo el hueco estaba ocupado por una enorme bola que se abalanzaba hacia él. En la siguiente centésima ya no quedaba nada. Había desaparecido todo. Sin dolor.

Algunas de las cartas y de las hojas más sueltas lograron escapar del derrumbe. Unico testimonio de que estuvo allí en aquel momento.

Desde el amanecer sus padres lloraban en la cocina. Su madre apoyaba su mano derecha en una carta abierta sobre la mesa; encontrada junto a las manzanas. El legado de su hijo. Palabras de amor, palabras de consuelo, de ánimos y esperanza para ellos. Y un adiós.

10/noviembre/1997

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Sirva también este pequeño e insípido texto como defensa del derecho de cada cual a elegir cómo terminar.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.

Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔