Los pajarillos de la estación de El Barrial Centro Comercial
Hace ya dos meses que la empresa decidió que era más valioso en Madrid que haciendo las veces de responsable de la delegación de Las Palmas. Más allá de los planes dentro de planes dentro de planes que veía en esta decisión, la acogí con los brazos abiertos porque me daba una oportunidad -todo pagado- que no había tenido hasta la fecha: vivir en una gran ciudad. Cuando llegué no tenía ni idea de cuánto duraría. Aún, pasados estos dos meses, tampoco lo tengo claro. Igual me largan esta semana, que igual lo hacen dentro de un año. En realidad no me preocupa, al menos de momento, porque me propuse disfrutar de lo que me fuera ofreciendo el día a día.
Una de las cosas que más me fascinan de vivir en Madrid es todo lo relacionado con el transporte público. Creo que tanto los trenes de cercanía como los metros son un medio de transporte fantástico. En general muy puntuales, lo que siempre es de agradecer. Te percatas que una gran ciudad lo llega a ser porque tiene una buena red de transporte público. Está claro que yo no soy demasiado objetivo, pues vivo a diez minutos en tren del trabajo y a otros tantos de Príncipe Pío, quizá la mejor estación de trenes que hay en Madrid. Para mi gusto, claro. Desde Príncipe Pío ya puedo alcanzar cualquier rincón de la ciudad en metro. Al aeropuerto tardo unos treinta y cinco minutos. No vivo en el centro, pero estoy a quince minutos de la Gran Vía.
Decía que no soy objetivo porque a) me gusta el transporte público y b) no tengo que usarlo demasiado. Está claro que algunos de mis compañeros de trabajo, que viven a hora y media en tren, no piensan los mismo que yo. Ellos prefieren el coche y, por consiguiente, se tragan algún que otro atasco innecesario. Pero me fascina, decía al principio del párrafo anterior, porque no he visto un lugar donde la gente se aliene más que en el tren o el metro. Aunque tienen que aguantar estrecheces y desconocidos que invaden los espacios vitales de otros, la gente se la apaña para imaginar que están en otros sitios, que conservan su independencia, poniendo barreras de todo tipo. Leyendo, durmiendo, escuchando música… Es, cuando menos, un laboratorio para estudiar la psicología del ser humano.
Otra cosa que me encanta, más de los trenes que del metro, por obvio, son sus estaciones. Obvio porque las estaciones de tren, que en general están en el exterior, se engalanan más para resultar atractivas a la luz del día. Luz que nunca llega a las de metro, siempre ocultas, escondidas, bajo tierra. Las que suelo visitar o ver tienen, cada una, su particularidad. Cada una demuestra su propia personalidad. O tal vez son un reflejo de las personas que las frecuentan. Así no es raro que las haya descuidadas. Contrastando con otras que fueron edificios importantes otrora. Tal vez, si veo que la cosa sigue para largo, me proponga fotografiar algunas de las estaciones. Ya veré.
La estación de El Barrial Centro Comercial, donde me bajo y subo cada día laboral, pues es por donde llego y abandono la empresa, tiene una familia de pajarillos de comportamiento muy curioso. No sé cómo lo hacen, pero son capaces de detectar una migaja de algo que caiga, por ejemplo, en el otro extremo de la estación. Soy malo calculando distancias, pero diría que de extremo a extremo habrá unos cien metros. Aunque rara vez los he visto alejarse tanto. Así que resulta un espectáculo verlos venir volando desde tan lejos porque ha caído al suelo algo que, por poner, tendrá apenas unos dos milímetros de radio. Y eso ya es mucho, en muchos casos. Agudeza visual, eso es lo que tienen estos bichos. A veces he pensado que hay alguno vigilando y da la voz de alarma, pero se mueven todos tan al unísono, tan velozmente, con una respuesta tan rápida e inmediata, apenas fracciones de segundo después de haber caído el trozo al suelo, que resultaría sorprendente que esperasen a que un vigilante diese la voz de alarma. Y tampoco observo que algunos lleguen rezagados. Es una bandada que ataca al unísono, todos a la vez. No hay vanguardia ni retaguardia. Tan solo unos están más lejos que otros. Mala suerte para los que deben volar mayor distancia. Después de verlos durante un rato, resulta una danza curiosa.
Rara vez les echo comida. Principalmente porque no suelo llevar nada conmigo. Pero cuando sí, no me importa jugar un rato con ellos. Resulta relajante. Los ves a unas decenas de metros y dejas caer unas pocas migas. Inmediatamente saltan y vuelan, casi en picado, hasta donde estás para pelearse, algunas veces, por los pedacitos. Los más osados se acercan a escasos veinte centímetros de los pies. Se los ve gordos, cebados, porque cada día hay alguien que les regala comida. Algunas veces más de uno, pues el día es largo. Así que, aunque no sea yo el que les echa de comer, me entretengo viéndolos lanzarse contra los trozos de comida que otros les echan. Cuando los tienes cerca los escuchas discutir con su piar particular. No conozco de aves, así que no sé de qué especie son, pero son bonitos. Me gustan. Tonos salvajes, casi de camuflaje, pero aves domesticadas. Tan acostumbradas al ser humano que dependen de ellos para engordar. ¿Sobrevivirían si, de repente, nadie les volviera a echar comida?
Cada estación tiene sus peculiaridades. La de El Barrial tiene unos pajarillos insaciables que vuelan incansables de lado a lado, de extremo a extremo, alimentándose de lo que descuidan otros o de lo que los pasajeros de tren que esperan les echan de comer. Viéndolos volar y revolotear se me pasan volando, valga la redundancia, los minutos hasta que pasa el siguiente tren. La estación de El Barrial es una de mis preferidas.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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