'Mundo anillo'
Cada vez que releo ‘El juego de Ender’ me entran unas ganas tremendas de retomar la lectura asidua del género de ciencia ficción. Junto con el de fantasía fue el preferido las pocas veces que abría un libro en mi adolescencia y primera juventud. Con este afán inercial, me lanzo a rebuscar entre la literatura paciente que espera su momento y que hay en mis estanterías a ver si hubiera algo más del género al que hincarle el diente o, en metáfora más adecuada, posarle el ojo. Me releí el libro en Madrid, así que poco libro tenía por allí para continuar con la inercia eufórica. Por suerte en Madrid hay tropecientas librerías. Una de las tantas cosas que me asombraban y admiraba de esa ciudad era que parecía que en cada esquina había una librería esperando. En cualquier caso yo, de hábitos y gustos fijos, prefería visitar la FNAC o La casa del libro. Quisquilloso que es uno.
Fue revisando las estanterías dedicadas al género que hay en La casa del libro donde me tropecé con la séptima edición de ‘Mundo anillo’. Al igual que sucedió con el ya reseñado ‘Guía del autoestopista galáctico’, este era un libro que me habían comentado y recomendado muchas veces durante los primeros años de carrera. A alguno, ya no recuerdo quién, tal vez Toni, le parecía una obra maestra. Las librerías en fiel reflejo de este parecer decidieron que se debía agotar. Este fue otro libro que no encontré cuando lo busqué. Mi cerebro tuvo que anotar esto como un gran fracaso personal porque tan pronto el subconsciente identificó el libro, siquiera había tenido tiempo de leer el título la parte consciente, mi mano derecha ya lo había sujetado, mis pies me llevaban camino a la caja y mi mano izquierda hurgaba la chaqueta buscando la cartera para pagar. Casi me arriesgaría a proclamar que no fue hasta el momento en que estuve fuera de la librería que no logré alcanzar la conciencia plena de que acababa de comprarme uno de los libros míticos de la ciencia ficción. O que, por alguna razón de un pasado oscuro, yo había apuntado como mítico.
La lectura empieza bien. Por supuesto un futuro visto y leído en mil sitios antes. Únicamente, tal vez, porque a los que miré y leí habían copiado a este, pero así de injusta es la historia. Decía que nada nuevo en cuanto al futuro que se nos presenta, pero que resulta muy bien redactado y asequible. Me lo paso muy bien. Ayuda a ir metiéndote en la historia, en la chica del asunto. Luego tropiezas con los primeros extraterrestres que se presentan como arquetipos de la exageración. Unos muy cerebrales y muy cobardes y otros salvajes e irracionales. Me pregunto yo en este punto si el avance de una sociedad en su conjunto, llevándola incluso a las estrellas, no sería un reflejo de la exigencia de la variedad, de la coexistencia de seres inmundos y egoístas con otros afanosos y aventureros. ¿Podría existir, sobrevivir y alcanzar cotas de desarrollo tecnológico soñado, por tanto, razas tan monoemocionales? Pero bueno, aceptemos una simplificación —huyamos ahora del despectivo simpleza— en beneficio de un relato que de momento resulta agradable y entretenido.
La idea le pareció intolerable. Nada nuevo; solo intolerable. Luis Wu rememoró la total similitud existente entre Beirut y Munich o Resht… o San Francisco o Topeka o Londres o Amsterdam. Las tiendas que flanqueaban las aceras móviles vendían productos idénticos en todas las ciudades del mundo. Todos los ciudadanos que había encontrado esa noche tenían igual aspecto, vestían del mismo modo. No eran americanos, ni alemanes, ni egipcios, sino, simplemente, terrícolas.
Pero las cosas empiezan a torcerse. Una prosa detallada de las vicisitudes. Algunos momentos inteligentes adecuadamente narrados. Descripciones precisas, aunque sin pecar en la pormenorización meticulosa y quisquillosa, de un mundo distinto y artificial. Una proeza del ingenio y la ingeniería. Y todo ello —todas estas posibles virtudes—, sin embargo, no consigue evitar que aburra. A mí me aburrió. Todo sonaba a conocido ya. A recocinado y recocido. Pueblos inicialmente hiperdesarrollados que involucionan hasta abrazar nuevamente la superstición y la superchería, convertidos en bárbaros. Tecnologías que no se describen por superar a la capacidad cognitiva de los protagonistas, presuntamente más preparados a entenderlas que el lector. Situaciones clonadas de obras parecidas. Y, en definitiva, nada nuevo que pudiera destacar, concluyendo con un regusto a cartón piedra o a hueco.
Esta podría ser la crónica resumida de la lectura. Leyéndolo me di cuenta que hay otra cosa que achacar a mi prematura vejez. Ya no me fascinan las historias en las que aparecen marcianitos. O, dicho de forma más adecuada, necesito que haya algo más que hombres verdes para que una historia me resulte entretenida y especialmente destacable. Larry Niven es el autor de un libro que, para mi gusto, se convierte en uno más del montón y que, sin llegar a recomendar ignorarlo y no leerlo, tampoco voy a justificar ni hacer campaña por su lectura. Ni los premios Hugo y Nébula consiguen que cambie de opinión. Tal vez lo tenía demasiado mitificado en mi fantasía.
Entusiasmado con la primera parte del libro ya había encargado la continuación, únicamente agenciable de segunda mano. Sospecho que de momento quedará esperando con otros tantos a que vuelva a leerme alguno del género que despierte mi deseo de continuar con la ciencia ficción. De momento, éste que está aquí se pasa a otro género durante una temporada.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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