El juego de las hamacas
El otro día leí un artículo bastante interesante sobre cooperación. En uno de los experimentos de los que se habla en el susodicho artículo, se comenta la utilización de un minimundo computerizado donde existe un recurso limitado. Los participantes, creí entender que todos universitarios, podían explotar el recurso tanto como quisieran —tanto como pudieran, sería más adecuado— para maximizar su propio beneficio compitiendo con el resto de recolectores. Lo que al final acababa por agotar el recurso de forma irreversible. También podían, si contaban con la oportunidad de comunicación adecuada, auto-organizarse para, no obteniendo así el máximo beneficio teórico posible, sí pudiesen prolongar la explotación en el tiempo. Es interesante la conclusión al respecto en que, cuando se da la oportunidad de organizarse, se acaba consiguiendo un esquema de trabajo gana-gana en lugar de un gana-pierde o, directamente si proyectamos mucho más en el futuro, desembocar en un pierde-pierde.
Desconozco el perfil y la forma en que se seleccionaron a los participantes. Tampoco conozco la forma en que se realizó la valoración del experimento. Ni el experimento en sí mismo. Sin embargo, creo que se está despreciando un efecto previo importante. Aunque nunca se diga abiertamente, cuando alguien participa en un experimento de este tipo, ya se antepone a su comportamiento habitual con un prejuicio cognitivo. El de «quedar bien» o, tal vez más acertado, «hacer lo que se espera de mí». Sospecho que estos estudiantes, ya reflejados en múltiples estudios y conocedores de que su actuación podría ser reflejo de la total Humanidad, optan por hacer lo mejor que puedan hacer por dejarnos en buena posición a todos nosotros. No es un hecho constatado, claro está, pues ni siquiera recuerdo lo suficiente de análisis e inferencia estadística como para montar un experimento. Perdón. No recuerdo nada de la mencionada materia como para hacer un cálculo coherente de la mediana de una sucesión de valores; lo que ya es casi patético. Como para ponerse a hacer una valoración seria del experimento mencionado. Sin embargo, hay una experiencia común, que observo con cierta frecuencia, y que me hace pensar de la forma que acabo de contar. Se trata del juego de las hamacas.
Con la llegada de la primavera, ya empieza la temporada en que nos escapamos a pasar algún que otro fin de semana en el sur de la isla. Para descansar y recargar pilas exponiéndo nuestros excesos alimenticios al astro rey. Es una máxima universal bien conocida que el número de hamacas es bastante inferior al número de personas que puede haber en un complejo de apartamentos o bungalows en un momento dado. La diferencia de sombrillas resulta aún más marcada. Simplemente, no hay tantas hamacas —ni sombrillas— como seres —digamos— humanos hay en el complejo en un instante dado. De esta forma, las hamacas —y las sombrillas— se transforman en un recurso escaso altamente codiciado. Y que, desde mi particular punto de vista, sirven de campo de experimentación nada despreciable, aunque no lo suficientemente estudiado.
Ya conté alguna anécdota al respecto en como cerdos en un chiquero. Así que no es nada nuevo por aquí. Pero no deja de sorprenderme. Por lo que ahondaré un poco más. A diferencia de años anteriores, ahora intentamos conseguir la estancia lo más cerca posible de la piscina. Hasta ahora hemos tenido suerte y nos toca en una esquina. Pero esta ubicación me permite ver cómo se desarrolla el juego. No me gusta pasar mucho tiempo al sol, pero me gusta sentarme al aire libre a leer. Así que, desde la puerta del bungalow puedo ver cómo se desarrolla el drama en todo su esplendor. Al menos cuando levanto la vista del libro. Y la cosa es más o menos la misma de siempre. En un rato —aún no hemos llegado a la época realmente alta de turistas— se cogen todas las hamacas. Entre las ocho y las nueve de la mañana ya es raro ver alguna libre. No hay nadie, pero todas están marcadas con las respectivas toallas. Las primeras que se ocupan son aquellas en las que da antes el sol y las que tienen sombrillas al lado. Hasta después del desayuno no empieza a aparecer gente, pero —a ojo de buen cubero— calculo que en un momento dado, sumando los que hay en el agua más los que están tomando el sol, no se alcanza a ocupar más del 40% o del 60% de las hamacas. No me lo he tomado muy en serio, pero yo estoy por apostar un brazo —a poder ser de (un) gitano— en que siempre hay, al menos, un 40% de las hamacas, el recurso escaso, desocupado en todo momento. Una cantidad nada despreciable. Sin embargo, habiendo tantas hamacas libres, siempre ves que hay gente que llega con su toalla bajo el brazo, confirma la inexistencia de hamaca libre, y se da media vuelta a ver si tiene mejor suerte en alguna de las otras piscinas del complejo. Esto se repite varias veces a lo largo del día. Alguna vez descubres a alguien más arrojado que directamente quita alguna de las toallas y se apodera de una hamaca. Esto es muy poco habitual de observar. La gente prefiere recular, evitar conflictos, e ir a buscarse la vida por otro sitio.
En el experimento que mencionaba al principio, se sostiene que abrir la posibilidad de coordinarse —ventanas de conversación— facilita una explotación más justa de los recursos. Sin embargo, mi observación directa, es que teniendo la absoluta posibilidad de conversar unos con otros la explotación de las hamacas se sigue haciendo de forma completamente ilógica y abusiva. ¿El problema de Babel? ¿Se puede responsabilizar a la dificultad de hacerse entender con gente de otro idioma? ¿Es un problema de diferencias culturales? No creo que el idioma sea un problema real. Tampoco observé que los alemanes, los franceses, los ingleses, los chinos o japoneses, y menos aún los canarios, se comportaran de forma distinta. Una vez aprehendido que el éxito es hacerse con las hamacas a primera hora eso es lo que harán, indistintamente de la nacionalidad, rango de edad o nivel cultural que los pueda diferenciar. ¿Es, tal vez, entonces un problema de exceso de libertad para comunicarse? En el experimento de Marco Janssen parece que el tiempo para coordinarse era limitado, por lo que tenían que dedicarlo, exclusivamente, a resolver las mejor estrategia gana-gana. ¿Deberíamos entonces vivir en cápsulas y que nos dejasen únicamente hablar cinco o diez minutos para tener una convivencia más equilibrada? Realmente no lo sé, pero sospecho que en una situación tan absolutamente nimia y superficial como puede ser el juego de las hamacas podemos encontrar sintetizada la conciencia del ser Humano. Habría que observarla más, pues es un entorno realmente natural, donde no existe la sensación de que una entidad moralmente superior podría estar juzgándonos (como puede sucederle a los estudiantes de los experimentos universitarios). Aquí el que me juzga es alguien en igualdad de condiciones y al que, por qué negarlo, puedo considerar moralmente inferior como para aceptar cualquier crítica a mi forma de comportarme. Es una experiencia donde coexisten, durante un corto período de tiempo, gentes de perfiles totalmente diferentes. También creo que es un entorno perfecto donde proponer mejoras y ver cómo se desarrollarían.
Aunque, tal vez, también es posible que no sirva absolutamente para nada y que lo que se vive en el campo de las hamacas sea algo espurio y sin sentido. Que la forma en que actuamos en la consecución de las hamacas no diga nada de lo que somos realmente y que en el momento de la verdad, siempre seremos justos, cooperantes, ciudadanos ejemplares y, por qué no, mejores personas…
Por favor, que alguien llame a una ambulancia, que acaba de entrarme un ataque de risa y creo que me va a dar un soponcio.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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