Ich bin ein Programmierer
Para el que no sepa alemán en el título pone «soy (un) programador». Yo no tengo ni idea de alemán, pero mi tío me pasó una vez un curso en vídeo donde el protagonista empezaba precisamente así, presentándose como Peter (Pita) y aclarando que era programador: «Ich haiße Peter und Ich bin programmierer». O algo así. No pasé de los primeros cinco minutos. Luego lo volví a intentar en un curso de Radio ECCA y lo dejé al mes. No me disgusta el idioma, pero soy muy mal estudiante. Sin embargo, no es de mi (inexistente) conocimiento del idioma alemán de lo que quería hablar. Lo del título era para darle un toque exótico a la entrada de hoy. Hoy es mi cumpleaños. Treinta y ocho años ya. ¡Joder, y yo con estos pelos! Bueno, sin pelo, que la alopecia en mi caso es hereditaria.
Al grano.
Llevo casi un cuarto de siglo con ordenadores. No. Llevo un poco más de un cuarto de siglo. Empecé con el Spectrum «teclado de goma» (que ocasionalmente simulo para echarme un partida con algún juegazo histórico). Con doce años recién cumplidos copiaba los listados en BASIC que venían en la revista MicroHobby (para los muy nostálgicos, acudir al sitio MicroHobby Forever en busca de todos los números editados). A los pocos meses ya estaba programando mis propios juegos. Cutres, como no podía ser menos, pero eran míos y me llenaba de orgullo cargar la cinta y que los amigos jugasen durante unos minutos a alguna pantalla inacabada. Entonces los juegos se medían —a veces su dificultad— por pantallas. Tiene veinte, cincuenta, ciento setenta, mil pantallas. El scroll era algo muy raro de ver. Sobretodo en los juegos con una temática más elaborada. Mis juegos estaban creados, eso sí, con las técnicas que aprendía de otros. Mi padre compraba religiosamente las revistas que salían al mercado y me había regalado un libro de programación en BASIC. Con catorce cumplidos leía —y entendía— código en ensamblador del Zilog Z80 y del MOS 6510. Nunca hice gran cosa con ellos, salvo colgar los ordenadores por saltos condicionales mal condicionados, pero soñaba con hacer grandes juegos. Mi ilusión era ser programador de videojuegos. En el verano posterior a mis diecisiete cumpleaños acudí a un curso de lenguaje C y mi profesor de matemáticas de COU, que ha sido un referente en mi vida, me retaba a que programase un algoritmo para resolver recursivamente el determinante de una matriz. Hacía filigranas en las clases de informática del instituto —al menos comparativamente con el resto— y, al parecer, todos menos yo tenían muy claro que sería informático. Menos yo porque acabé matriculándome en Ingeniería Industrial para, después de dos años, darme cuenta que no me gustaba y cambiar de carrera. Sí, me pasé a la Facultad de Informática y acabé siendo licenciado en esta disciplina. Antes de convertirse en Ingeniería. Eso sí, buena parte de los últimos meses que pasé en la Escuela de Ingenieros los dediqué a discutir cómo se debían programar buenos algoritmos de métodos numéricos. Por entonces ya hacía incursiones a las clases de Algoritmos de primer curso de Informática a escuchar a Adolfo, a Juan de Dios o a Zenón. Me encantaba la búsqueda de raíces en polinomios, en particular, y los métodos numéricos en general.
Debo confesar que me siento contento con mi profesión. Me gusta. Creo que he tenido suerte. Muchísima suerte. Durante la mayor parte de mi vida profesional he hecho lo que me ha gustado. Incluso lo que me ha dado la gana. Algo que no mucha gente puede decir. Gente que trabaja en cosas que no les dicen gran cosa o cuyos motivos son fundamentalmente prácticos: ganar dinero. No digo que sean malos profesionales, ni que sea ilícito enfocar la vida profesional a ganar dinero, todo lo contrario. Pero es triste ver que hay un divorcio entre sus vidas profesionales y sus vidas personales. Mucho se habla de conciliar vida laboral y personal, pero a veces parece que se pierde de vista que no hay nada más increíble de experimentar que la satisfacción de saber que te pagan por disfrutar con lo que haces. Yo he podido experimentarlo y me siento contento por ello. Aunque no es menos cierto que he pasado épocas muy malas en esta profesión. Cuando acabas asumiendo que eres un mercenario que lucha en guerras que te son ajenas. Hay síntomas claros, como cuando empiezas a quejarte de las horas extra —nunca he escuchado a un niño que se divierta que está haciendo horas extra y que se tiene que ir ya a la cama—, o a refunfuñar porque no te gusta cómo se hacen las cosas (la Trilogía del Cenutrio es muestra ejemplar de ello). En esos casos intento poner remedio. ¿Qué hay más importante que divertirse trabajando? ¿Recuerdas cuando eras un niño y todo lo emprendías con ilusión y determinación? (Descubierto aquí). Se me ponen los pelos de punta viendo este vídeo. De verdad que lo siento por todos aquellos que sentencian cualquier discusión acudiendo a todo lo que ganan, a su forma de dar a entender lo bien que les va en la vida. Yo, me divierto. Al menos buena parte del tiempo. Y, para colmo, he tenido suerte también con las condiciones salariales.
Supongo que profesionales que desempeñan otras muchas profesiones pensarán lo mismo de las propias, pero dejé Ingeniería Industrial al descubrir que allí poco se trascendería. En los apenas dos años que aguanté vi cómo muchos de los que entraron conmigo se iban polarizando hacia el pensamiento único del dinero. Muchas discusiones versaban sobre lo que se ganaba haciendo de Ingeniero y sobre las atribuciones exclusivistas que impedían a otros hacer lo que ellos llegarían a hacer una vez acabada la carrera. Y el «prestigio social» que ello acarrearía. Pero… ¿cuándo tocaba hablar de lo divertido que sería? En esos casos se recurría a las borracheras del fin de semana o a temas de otra índole distintos a la carrera que cursábamos. Mientras yo me lo pasaba pipa haciendo mis tocamientos al código o, aún mejor, leyendo sobre programación y tecnología. Mayoritariamente he sido un teórico —un ideólogo— que un experimentalista, eso también es cierto. Abrahan Maslow ya presentaba en su Pirámide que el fin último del ser humano es trascender, que yo entiendo como perdurar en las experiencias de otros. Aún en el anonimato. Yo lo percibo cuando veo un edificio de hace siglos, incluso milenios, y me imagino a los que lo diseñaron y si se preguntarían cuánta gente lo visitaría y lo alabaría en el transcurso de los siglos. Lo aprecio en un libro cuando lo disfruto y sé que será un libro que en varias generaciones seguirá siendo bien valorado. En un parque cuando, de un proyecto para dotar de algo de verde a los grises edificios aledaños observas cómo se congregan personas para disfrutar de la compañía. ¿Paseará anónimamente el diseñador y sonreirá viendo cómo los viejecitos juegan a la petanca y teniendo un motivo para reunirse con los convecinos? En informática, en especial en la programación, detecté el potencial de y la facilidad con que se podían engendrar fenómenos emergentes —algo con lo que ha jugado la ciencia ficción durante mucho tiempo—. Lo veo en la misma historia de la industria, cuando de un garaje sale una idea y una compañía que, décadas después, es casi una religión para sus adeptos. O en cómo unos pocos miles de líneas de código se transforman en una red social y la interacción entre software, hardware y personas trasciende fronteras y horarios. ¿Cómo se consigue tanto con tan poco?
Todo esto se me ocurrió hace unos días, cuando buscando en Internet las revistas con las que yo me crié y aprendí a programar, para enseñárselas un día a mi sobrino, tropecé con un ejemplar de la revista ZX, portada que he elegido para ilustrar la entrada de hoy, y (re)descubrí el primer artículo de programación de videojuegos que leí. Ahora bastante tosco y desfasado, pero esos fueron mis comienzos. Y recordé cómo nos juntábamos unos cuantos por las noches para intentar hacer un simulador de naves espaciales. O las largas conversaciones con mi amigo Juan Manuel después de clase, en octavo de EGB, sobre programación en ensamblador, control de interrupciones del procesador y, en general, sobre ideas para hacer videojuegos en los que siempre aparecía la bomba megamasacrator de implosión cuántica. Entonces era un niño. Y ahora lo sigo siendo. No renuncio al placer que me provoca descubrir cosas nuevas en esta profesión de la que, aún habiendo muchos tiempos muertos sigo orgulloso de practicar. ¿Quién quiere ganar más dinero cuando llegas a casa con la sonrisa de un niño tras currar mogollón de horas? Sí, vale, muchas horas, pero— ¿cuánta gente puede decir que se ha divertido jugando en el trabajo? Y es que, en el fondo, y pese a todo lo demás que he tenido que ejercer durante estos años, sigo siendo un programador. De lo que hoy en mi treinta y ocho cumpleaños me siento especialmente orgulloso. Un programador. Y hay quien dice, incluso, que de los buenos.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔