'Toy Story 3'

Cuando tenía 13 o 14 años, se produjo un cambio importante en las percepciones de algunos de los amigos de la pandilla. Y, por consiguiente, en sus conductas. Mis dos mejores amigos de infancia, Paquito y Jose Carlos Peña (o pepepeña, como lo llamaba mi padre), cambiaron repentinamente su forma de concebir la realidad. Con 13 años ya debías «comportarte como un adulto». ¿Y cómo se comporta un adulto?, preguntaba yo. A lo que me respondían no explicando qué conductas eran las más adecuadas y que debía añadir a las ya desarrolladas, sino recriminando aquellas que se consideraban inválidas para la edad adulta, invitándome a abandonarlas. Vamos, resumiendo, que lo que me intentaban decir era que convertirse en adulto implicaba sustituir algunas actividades e intereses por otros más acertados. Actividades e intereses, por otra parte, que no sabían explicar demasiado bien, todo sea dicho de paso.

Sospecho que de alguna forma, este cambio de punto de vista tuvo como catalizador la incorporación de mayores a nuestro grupo de amigos de «charlas profundas y existenciales». La población del grupo, siempre creciente durante los meses de verano, incluía individuos cuyas edades oscilaban entre los 11 y los 18 años. Un rango de edades amplísimo para, valga la redundancia, las edades que teníamos. Esos 7 años de diferencia se notan muchísimo cuando se tiene menos de veinte y casi nada cuando se tiene cincuenta. Acabo de enunciar una perogrullada, lo sé.

Alguno de edad aún mayor habría, estoy casi seguro. Sin mucho esfuerzo deduje que aquellos que rozaban la mayoría de edad, o ya tenían edad para decidir el futuro de nuestro país en las urnas, estaban básicamente interesados en la carne y, digámoslo pusilánimemente, en las «relaciones de pareja y de amor». Y eso era lo que parecía atraer a los de mi edad, a los menores, como la miel —o como su variante más prosaica y abundante, la mierda— atrae a las moscas. A mi edad de niño concluyendo la Educación General Básica, los chochitos y las tetitas no me resultaban del todo ajenos y, aunque siempre tuve un interés apasionado en el asunto, seguía disfrutando de aquellas actividades, usando la descripción despectiva aconsejada por mis mejores amigos, «infantiles» o «poco adultas». Vamos, que con trece o catorce años seguía jugando a la cogida, al escondite inglés y a los superhéores con los niños menores, discutiendo quién ganaría una pelea entre Superman y Hulk; jugando a juegos de ordenador en mi Spectrum-48k-teclado-de-goma, soñando que sería mejor aventurero que Indiana Jones, mejor Jedi que Luke Skywalker o mejor luchador que Bruce Lee y, cuando había oportunidad, viendo películas de dibujos animados para alimentar y enriquecer mi imaginación siempre desbordante. Sin desmerecer la búsqueda activa de niñas con las que jugar a los médicos o, en ausencia de voluntarias para mis prácticas de medicina, consolarme en solitario con la lectura rápida de alguna revista de esas en las que no queda nada para la imaginación y que únicamente se podían conseguir por la vía del contrabando con los niños mayores de edad. También me apasionaban los documentales, la Ciencia, la programación de ordenadores y el conocimiento en general, cosas a mi entender aún más allá —y mejores— que la madurez orientada al sexo contrario que postulaban y defendían mis amigos.

Entonces ya creía que lo realmente infantil —y añado que estúpido— era negarse los placeres de la infancia con tal de emular una mayoría de edad que aún quedaba a cuatro o cinco años de distancia. ¿Por qué tenía que privarme de algunas cosas si las podía hacer todas? Al menos entonces, tiempo había. Siempre concluía las discusiones de este tipo con «ya creceré cuando toque crecer». Supongo que por esa forma tan particular de ver la infancia y la madurez tardé tanto en tener novia, y sufrí escasez de candidatas para las prácticas médicas, también sea dicho.

Es cierto que la edad y el tiempo van modificando la conducta al igual que erosionan la roca. Las vivencias te condicionan y los intereses varían. Para algunas personas eso significa que capas de lodo existencial cubren capas anteriores, como si de un proceso de sedimentación constante se tratara, y que conlleva la renuncia y olvido de todo lo anterior. También es cierto que ya el tiempo no da para hacer todas las cosas emocionantes y divertidas que me gustaría hacer o que de niño me imaginé haciendo. El cuerpo —en especial las rodillas— tampoco aguantaría, diré en mi defensa. Pero en la medida de lo posible, cada vez que tiro una capa de lodo sobre la anterior, intento mantener las actividades que aún merecen la pena. Entre ellas, y por el asunto de la entrada de hoy, ver películas de animación (o de dibujos animados).

image without alternative text

No menos cierto es que mi capacidad crítica se ha modificado. Me gusta creer que ha evolucionado. Así es normal que, cuando intente ver algún capítulo de alguna de las series que marcaron mi infancia (como Ulises 31 [@ Wikipedia]) me sorprenda a mí mismo preguntándome cómo podía tragarme semejantes bodrios y andar canturreando todo el santo día las melodías de apertura. Algo parecido me sucedió intentando volver a ver hace unos meses la película de Los Goonies y alguna de las primeras de Bruce Lee. Simplemente eran tan malas que tuve que dejarlas a medias. Uno acaba descubriendo que la vejez también conlleva aburrirse con las cosas que antes te gustaban. Una lástima. Por suerte, en mi caso, he conseguido encontrar otras actividades y otras fuentes de experiencias más enriquecedoras. No puedo decir lo mismo de aquellos chicos, amigos de infancia, que entonces me vendían un estado adulto adulterado, y que ahora, cuando los escucho hablar, no han variado mucho sus ejercicios conversacionales tras un cuarto de siglo: coches, deporte y chochitos. Y, alguna vez, quejas sobre lo mal que va todo en este «puto país». Sí, votan al PP. O, directamente, son idiotas.

A pesar de que hoy en día me cueste encontrar interesante las películas de animación (en realidad cualquier película que no tenga un argumento bien planteaddo o entretenido), he de decir que las de Pixar [web oficial] siguen siendo increíbles. Consiguen transportarme a un estado previo a las preocupaciones de adulto (me río ahora de aquel ideal de adulto que tenían en la quincena mis amigos, carente de preocupaciones), aunque no caería en el error de decir que vuelvo a ser un niño. Están tan magistralmente contadas que son divertidas para un niño, pero que precisamente están narradas para gente mayor. Es el caso general de todas las películas de la productora —salvo Cars, malísima— y de Toy Story 3 en particular.

Toy Story 3 es una película genial, fantásticamente contada. Me pasé riéndo la mayor parte. A mandíbula batiente. Carcajada y carcajada que acababan haciéndome lagrimear de la risa. Pero también hay momentos realmente emotivos. De esos que te dejan con un nudo en la garganta. Claro que, para eso, hay que ser un adulto empático, especialmente sensible y no, únicamente, una persona con mayoría de edad. Hacía muchísimo tiempo que no me divertía tanto con una película. Se produjo como un salto en el tiempo. Durante la hora y pico largo que duró la proyección no hubo nada más que una fantástica animación y una historia magistralmente presentada dentro de mi universo particular. Estaba obnubilado por la historia. No existía nada más durante ese tiempo. Pocas películas consiguen arrastrarme a esa sensación de inmersión que me produjo Toy Story 3. Estoy casi seguro que si estuviera hecha con personajes de carne y hueso, sería ganadora del Oscar a la mejor película. Pero los adultos seguimos creyendo que la animación es para niños. Prejuicios.

Lo triste es que no hubiese ido a verla al cine de no ser por haber coincidido con mi última estancia en Madrid. Apenas voy ya al cine, menos aún solo. Aunque suene prepotente, para eso me he gastado una pasta en un sistema de alta definición con el que sí consigo disfrutar del cine en casa (por muy aberrante que le suene a los puritanos). Pero celebrando la despedida de Stefano, surgió la posibilidad de aprovechar el día siguiente para ir a verla. ¿Por qué no? Así que fui con algunos de los mejores amigos que tengo en esa ciudad, los que hacen que valga la pena gastar dinero en pasar unos días allí. Toy Story 3 no sólo consiguió que pasara un rato estupendo con una de las mejores películas que he visto en los últimos años. También consiguió rescatar, excavando a través de varias capas de lodo existencial, una vivencia o experiencia que hacía décadas que no tenía. Creo que desde que iba al cine con los amigos del instituto no había salido de la proyección comentando escenas y secuencias de la película. «¿Y viste cuando…?», «¿Te diste cuenta que…?», «¿Pero cómo se les pudo ocurrir…?», etcétera, etcétera, durante la media hora siguiente a salir del cine, mientras rumiabas, en una segunda pasada, los mejores momentos de la historia que acababas de ver. Y al día siguiente, en el trabajo, aún seguimos comentando algunas de las secuencias. Lo dicho, hacía más de dos décadas que no había sufrido una respuesta emocional similar.

Toy Story 3 es una película muy recomendable. Un must see por derecho propio y elevado a la enésima potencia. Una película que no hay que perder la oportunidad de ver, al menos una vez en la vida. Y, si como es mi caso, tienes la glándula del consumismo algo inflamada —El Hambre, como lo llamo últimamente—, acabarás pasando por caja y comprándola en Blu-Ray. Es una película que merece la pena ser vista en las mejores condiciones posibles.

Concluyo la entrada de hoy, larga, como suelen ser las entradas de éste mi rincón, pidiendo disculpas a los posibles lectores anónimos que sin conocerme llegaran aquí buscando una crítica al uso de la película. Los que me conocen sabrán que de eso aquí hay poco. Y los que me conocen lo suficiente, siquiera entrarán aquí a perder el tiempo. Rara vez me entrometo a dar la opinión sobre una película. De hecho, casi siempre recomiendo para eso visitar la web de sulaco [Distorsiones], quien hace mejores reseñas que las que podría hacer yo y que seguro que con la de Toy Story 3 [Toy Story 3 @ Distorsiones] te lo pasas mejor. Yo, en cambio, prefiero aprovechar estas pequeñas cosas, las vivencias y experiencias con los objetos y situaciones, para regurgitar mis propias experiencias pretéritas. Los artículos que comento suelen servir de excusa para reflexiones existencialistas, suene en este caso con tono despectivo ese «existencialistas». En cualquier caso, así es Internet, y como dicen por ahí, la bitácora es mía y la jodo como mejor me parezca. Que tengan buen día. Y no pierdan la oportunidad de ir a ver tan magnífica película.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.

Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔