El incidente nocturno del coche ardiendo - Mi peculiar forma de actuar

A mi mujer le sorprendió que tan pronto terminé de despertarme —me llevó bastante tiempo percatarme completamente de lo que estaba sucediendo— tirase mano de la cámara para hacer fotografías del coche ardiendo. Supongo que a mucha gente le sorprenderá que, ante el desamparo de otra persona y el drama que se estaba viviendo, yo pensara en tomar fotografías. A mí lo que me sorprende es que no bajara a la calle para tomarlas de cerca. Mi sentimiento de vergüenza me paraliza.

No es la primera vez que me veo disparando con la cámara en un suceso dramático. Cuando tengo la cámara conmigo siempre hago fotografías de lo que esté sucediendo. Habrá quien crea que eso es una muestra de un sentimiento morboso muy desarrollado. Yo creo que no. Si no llevo la cámara conmigo nunca me paro como observador más tiempo del justo y necesario requerido para cerciorarme de que no se necesita mi auxilio. Una vez que sé que soy prescindible, continúo mi camino, dejando atrás a todos esos que se pelean por ver lo que está pasando. En carretera soy igual. Observo cómo todos los conductores reducen la velocidad cuando pasan cerca —me refiero a la vía de sentido contrario en una autopista, arcén mediante, por ejemplo— de un accidente para mirar con curiosidad. Cuanto más aparatoso y escabroso es, más reduce el conductor la velocidad. Yo sigo mirando al frente y, en todo caso, miro a esos que miran, porque algún día me gustaría documentar gráficamente el morbo del ser humano.

Si tengo la cámara cerca es distinto. Repentinamente tengo la necesidad de inmortalizar lo que sucede. Es como si la cámara se convirtiera en mi memoria visual y, sin ella, no tuviera nada que recordar. Si no lo hago siempre que se presenta la oportunidad es porque me contiene el sentimiento de vergüenza que me embarga cuando intento sacar una fotografía en determinadas circunstancias. Sé que la gente lo vería mal y prefiero evitar problemas.

Coche ardiendo

Habrá quien vea en esa necesidad de tener una cámara para detenerme en un accidente una forma de desapego absoluto al ser humano o una incapacidad de empatizar con el drama ajeno. Otra vez creo que se equivocan los que piensen así. Si no del todo, sí que lo suficiente como para invalidar el supuesto. El querer tomar instantáneas de momentos dolorosos no tiene nada que ver con mis propios sentimientos.

Tuve la desgracia de perder a mi abuelo bastante joven. Perder un abuelo puede parecer algo normal, incluso natural, dado el salto generacional y la esperanza de vida. Pero mi abuelo tenía 59 años cuando murió de un infarto. Y yo era un niño de veintitrés años cuando sucedió. En mi vida he llorado una pérdida como lloré la de mi abuelo. Hace ya tanto tiempo de esto que me cuesta recordar los años que han pasado desde entonces, pero mi abuelo y las experiencias vividas siguen formando parte de las conversaciones que mantenemos en las reuniones familiares. En ese aspecto podríamos decir que no ha muerto aún y que mientras quede uno de nosotros seguirá estando presente en la memoria colectiva.

Pasados cinco años de la muerte decidimos que se sacaran sus restos del nicho y que se incineraran. Sabía que sería una experiencia dolorosa presenciar el proceso, pero yo quería llevar mi cámara y documentarlo, inmortalizarlo. Mi madre se negó. Otra vez surgió el «qué pensarán». Sí documenté cuando esparcimos parte de sus cenizas en la sierra de Córdoba. Esas imágenes forman parte de mi memoria, pero también de la memoria colectiva y del legado que dejaré a los que vengan.

He comentado alguna vez —creo que también en este mi rincón vertedero particular— que hace mucho tiempo me atraía profundamente la profesión de fotógrafo de guerra. Si a Sabina le apasionaba imaginar la vida del pirata cojo con pata de palo, a mí la del reportero gráfico de conflictos bélicos. Conocí a un tipo que había sido fotógrafo en guerras y me convenció de que no siguiera por ahí. «No merece la pena volver a tu casa y revivir una y otra vez las pesadillas que has tenido que experimentar de primera mano», me dijo en una cena. No recuerdo el nombre de aquel chico ni su aspecto (soy mal fisonomista y peor recordando los nombres), pero se le veía bastante deteriorado. Apenas tenía unos pocos años más que yo. Eso, sumado a que siempre he sido muy cómodo y poco aventurero, fue suficiente para desistir en mi idea de estudiar periodismo gráfico (otra de esas tantas cosas que siempre he querido hacer). De hecho, el simple hecho de ser nada aventurero hubiese bastado. Para lo único que sirvió conocer a aquel hombre fue para destruir la imagen cargada de romanticismo del fotógrafo de guerra.

Puede parecer que esta entrada de hoy es una especie de justificación de mi forma de actuar. De que tengo la necesidad de excusarme. Es posible. Nunca voy a negar que exista en todo lo que escribo un intento de justificar no ya mis actos sino mi propia existencia. Pero las cosas, siendo siempre más complejas y enrevesadas que un simple si o no, también son más simples que un freudiano análisis de mis actitudes. Pese a que in situ me preocupa encontrarme en medio de un conflicto por proceder indecoroso, sí es cierto que en general lo que piense la gente de mí —me permitiré una licencia poética de corte gutural y ordinario— me suda el testículo izquierdo, que es el que tengo por lo general más caído.

En realidad esta entrada se debería tomar con una reflexión autodirigida hacia mí mismo. Algo así como un «pensar en voz alta». Tengo claro qué me empuja y motiva a tomar fotografías en ciertas condiciones que otros podrían considerar poco adecuadas para un aficionado. Lo que realmente me sorprendió y me dejó un poco asombrado fue el hecho de revisarlas y publicarlas tan pronto terminé de apretar el disparador.

Cuando yo me alejé de la ventana aún había mucha gente en la calle. Y supongo que aún seguirían mucho más tiempo. Para mí hubo un momento en el que el asunto perdió interés. En realidad no lo tuvo más allá del instante inicial hasta que comprobé que no habría daños personales y ningún daño material más allá del coche incendiado. Ahí se impuso otro interés, el del reportero. Cierto que no lo soy, pero creo que me queda esa espinita clavada. Con el tiempo voy descubriendo que lo que generalmente más me gusta fotografiar, quitando la naturaleza y sus paisajes, son los eventos, actividades y sucesos sociales. No me refiero a los «de sociedad». En general la gente con nombre y apellidos me trae sin cuidado. Hablo de eventos en que gente anónima realiza actividades comunes —o no tan comunes—. Creo que esta podría ser la explicación, dentro de un universo de explicaciones plausibles, por la que me lancé a revisar precisamente esas fotografías y no otras bajo la excusa de que necesitaba algo con lo que distraerme y relajarme hasta que volviese el sueño.

Para empezar ya he mirado en Internet y hay varios cursos de fotoperiodismo que rondan los dos mil quinientos euros.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.

Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔