De ceniceros sin tabaco
Recientemente he pasado una semana en Madrid. Lo tenía programado desde hace tiempo. El objeto era pasar un tiempo con los amigos que allí dejé [Lo que sí echaré de menos], aunque finalmente intenté colar algún momento de búsqueda activa de empleo. Así que salvo por el fin de semana, que lo pasé en casa de unos amigos, desayunos, almuerzos y cenas los dediqué a unos u otros, en un punto de Madrid u otro, pero en todos los casos el evento en cuestión ocurría en alguno de los cientos de sitios que hay para comer en esa ciudad. Muy —tal vez demasiado— entretenido he estado en estos días como para pensar en otras cosas, pero hay algo de lo que me percaté enseguida: ¡Ya no salía apestando a tabaco de los locales! Se podía hablar, se podía respirar, a veces estaban llenos los sitios, otras no, pero era una gozada no tener que pensar que al día siguiente tendrías que ponerte ropa nueva porque la del día anterior era poco menos que veneno radioactivo. Retrospectivamente visto, llevé más ropa de la necesaria por un miedo infundado. El mismo pulóver te lo podías poner varios días y aún seguía resultando digno ponérselo.
Había una imagen que se repetía en cada local y en cada mesa: el cenicero que allí había, cuando lo había, ya no era para las cenicas ni las colillas de cigarros.
Cierto es que a los madrileños aún les queda aprender que los cigarros hay que apagarlos al tirarlos al suelo. Deben pensar que lo natural es dejarlos que se extingan por sí solos, o les dará lástima que algo que les produce tanto placer deba ser pisoteado para no seguir contaminando los pulmones del resto de los mortales. También deben entender que ya que tienen que fumar en la calle no deben apiñarse como los defensa de un equipo de fútbol ante el tiro de una falta directa impidiendo que el resto pueda entrar al local; o que lo haga a través de una nube tóxica. En cualquier caso, por mucho que les duela a los fumadores, y a su dignidad como los nuevos perseguidos y parias de la sociedad, Madrid es una ciudad mejor, mucho mejor, desde que los ceniceros de los locales no sirven para mantener las cenicas de esa droga legal que tanto mal hace. Y, particularmente, no parece que haya afectado tanto a la restauración. Al menos comparado con una de las últimas veces que fui [Los hedores de Madrid].
Otra de las particularidades de esta visita ha sido poder pasear por las mañanas en días entre semana. La ciudad, en realidad la zona centro cercana a Sol, que es por la que yo suelo moverme, es bastante distinta en calidad y cantidad del movimiento que hay por sus calles comparado con las tardes y las noches. En realidad únicamente lo pude hacer un día, pero protagonicé mi versión particular de ‘Los lunes al Sol’ —en este caso el viernes—. Me llegué hasta la plaza que hay en Ópera y me senté en uno de los nuevos bancos que han puesto allí a leer durante dos horas, recibiendo los agradables rayos del astro rey en el cogote, ajeno al resto del mundo. Un lujo como pocos.
La puntilla a esta estancia la puso vernos en mitad del jaleo frente a la entrada de Ópera. Una de mis características personales es vivir casi completamente ajeno a los medios de desinformación establecidos, así que desconocía que en la noche de domingo se celebraban los Goyas. Mi mujer y yo nos dejamos imbuir por el espíritu español con alto porcentaje de morbosidad y nos quedamos allí disfrutando de los coros de protesta contra la Ley Sinde. Para el acto habían elegido usar la máscara de ‘V de Vendeta’. Muy oportuno. Y muy entretenido escuchar los abucheos cuando pasaba la ministra de censura cultura.
El único punto negativo lo sufrí en modo de tendonopatía en el hombro. El primer día, de camino al hostal, no debí tirar de la maleta como lo hice. Al principio fue una simple molestia insignificante. Durante el transcurso de los días el dolor se incrementaba. El sábado por la mañana acudí a urgencias porque no podía mover el brazo y no encontraba una posición aceptable para dormir. La sensación era parecida a tener una aguja dentro del hombro. Cualquier movimiento que supusiera extender o girar el brazo producía una descarga de dolor que me recorría el cuerpo. Horrible. Por suerte, con la medicación adecuada, la cosa se fue encauzando en pocas horas y, en el momento de escribir esto, apenas es una molestia que me acompaña en algunos momentos del día. En fin, algo nimio si lo comparamos con la gran ventaja de una ciudad donde ya se puede comer en cualquier sitio sin que el tolete de turno que come al lado decida que lo mejor que te puede pasar en la vida es tragarte el humo que antes ha pasado por sus pulmones. Madrid es una ciudad mejor, sin duda. Y los ceniceros habrán de llorar la pérdida. Pero el resto, los verdaderos ciudadanos que sabemos el correcto significado de conviencia y del valor de una sociedad construida sobre el respeto mutuo, aplaudimos con alegría esa pérdida.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔