Steve Jobs y mis propios recuerdos
Me levanto muy temprano. No mucho más de lo que me obligaba a levantarme el insomnio producido por estrés laboral hace más de un año, pero sí lo suficientemente temprano como para que se note en el cuerpo a lo largo de la semana. El jueves fue una proeza levantarme a las cinco y veinte, cuando sonó el despertador. Mayor proeza supuso desayunar, refrescarme con una ducha rápida y salir a la calle con quince grados para coger el tranvía, luego el tren y, tras hora y media de paseo en total, sentarme en mi puesto de trabajo a las ocho para comenzar una jornada de nueve horas y media. En algún momento de ese proceso curioseé en Facebook y vi que alguno de mis contactos publicaba el famoso vídeo de Steve Jobs acompañado de unas pocas palabras del estilo «pues parece que esto es lo que toca ahora». Nada más. Lo suficiente como para sospechar que algo había pasado. Sospechas que se confirmaron cuando llegué a la oficina y repasé las noticias. Y esto es harto raro en mi modus operandi, porque nunca leo las noticias en el trabajo y lo primero que hago es leer y responder el correo de empresa.
Si me hubiesen preguntado el día antes cómo me sentiría ante la muerte de Steve Jobs hubiese contestado algo del estilo a que en realidad me daba igual. A todas luces no dejaba de ser uno más de tantos. Un hombre con una visión muy agudizada, un visionario, vamos, pero un hombre más entre tantos grandes hombres que ha habido en el mundo, a fin de cuentas. Sin embargo, al leer en negrita, y con un tamaño de fuente de titular, que había fallecido, algo se revolvió dentro. Y no, no se confundan. En realidad me importa poco la muerte del hombre, que incluso llegó a engañar a su propio amigo por unos míseros dólares. El ánimo de lucro se le supuso siempre. No, lo que se revolvió fue algo más interior y difícil de explicar. Algo que tiene que ver, supongo, con el haber vivido la evolución de la informática doméstica desde sus comienzos, o el haber suspirado durante años por tener un Macintosh. Ni yo mismo lo tengo claro, pero ahí lleva esa emoción enganchada dentro desde el jueves pasado.
Los sentimientos son difíciles de explicar; al menos para mí, que nunca se me ha dado especialmente bien la palabra escrita ni contar emociones. También decía hace un instante que ni yo mismo me aclaro, y menos como para poner orden en una exposición, por lo que quizás deba contarlo acudiendo a mi propia historia personal.
Tengo casi cuarenta años y, dada la altura de mi vida en la que estoy, es muy posible que ya no tenga descendencia a la que contar mis aficiones, mi vida, mis pocos logros y a la que animar a que siga su propio camino. Sin embargo tuve suerte de crecer con varios referentes importantes y de los que, en cierta forma, tomé ejemplo. Mi padre es uno de ellos. Un gran pintor, que ama lo que hace, y que ha dedicado buena parte de su vida a leer todo cuanto caía en sus manos sobre pintores, épocas y estilos. Es, en cuanto a pintura se refiere, una eminencia. Mi madre también está ahí. Historiadora de vocación y estudios, en especial de la arqueología y aún más particularmente sobre egiptología, leía todo artículo acerca de esos temas sobre el que ponía las manos. Es toda una suerte contar con una enciclopedia humana cuando a uno la geografía y la historia se le atascan en el instituto. Sí, me crié en un entorno en el que se profundizaba en aquello que te gustaba. En el que se te animaba a seguir investigando. Si era tu vocación, el tiempo se hacía poco y el conocimiento previo no existía. Todo se cogía siempre con hambre de saber más. [1]
En mi pubertad, incluso en mi adolescencia, no sabía que la Informática sería mi vocación. Era difícil saberlo a principios de los ochenta. Pero el primer ordenador [2] entró en casa en el año 1984, cuando yo contaba con doce años recién cumplidos. Como niño que era, enseguida le encontré el punto lúdico a ese pequeño cacharro con teclas de goma que se llamaba ZX Spectrum y no había ningún indicio que hiciera pensar que acabaría dedicando mi vida a ello. Pero, poco a poco, entre cinta y cinta, empecé a leer lo que se podía hacer con él. Ayudó que aparecieron publicaciones en español sobre el ordenador en cuestión, como Michohobby, de la que copiaba con presteza buena parte de los listados. Así fue cómo con trece años programaba bastante bien en BASIC y a los catorce ya conocía el lenguaje ensamblador del Zilog Z-80, lo suficientemente bien como para recitar de memoria la mayor parte de su juego de instrucciones.
Después del Spectrum pasaron por mi casa el Atari 800XL, el Commodore 128, el Commodore Amiga 500 y, por fin, el primer PC, un clónico que en mi caso iba con un 386, y que costó la friolera de 415.000 pesetas (unos 2.400 €). Para cuando entré en la universidad ya sabía programar en lenguaje C y conocía el ensamblador del MOS 6510 (Atari y Commodore) y el del Motorola 68000; además de los mencionados antes para el Spectrum. Todo ello conocimiento verdaderamente inútil a estas alturas, pero que me enorgullecía especialmente dominar en aquellos años. Casi me sentía como todos esos pioneros que habían hecho posible que yo disfrutara aprendiendo a programar y de los que leía cada artículo que aparecía. Si entre todos estos héroes hay uno que ocupa un hueco especial en mi corazón, ese es Sir Clive Sinclair. Aunque sea de mal gusto aclararlo en una entrada dedicada a Steve Jobs.
Mientras yo iba aprendiendo cosas inútiles que rara vez ponía en práctica, la informática doméstica se iba definiendo año a año. Hace treinta años era sumamente extraordinario ver un ordenador en la casa de nadie; yo era casi un privilegiado. Unos pocos años después, buena parte de los compañeros de clase en el instituto tenían uno. Hoy en día es raro el hogar de clase media que no tenga uno, incluso dos. Se ha convertido en algo normal ver a cualquiera en la calle, en un restaurante, en el tren o en la playa, respondiendo un correo electrónico con su smartphone. Hasta los televisores de hoy vienen con un ordenador en el que puedes descargar aplicaciones desde Internet y reproducir películas MKV directamente enchufando un disco duro externo.
Son muchos los nombres que han conseguido que la informática y la tecnología llegase a donde ha llegado. Hay, también, muchos individuos anónimos, que han invertido su tiempo en mejorar herramientas para la detección de enfermedades, y muchos que hicieron pequeñas pero sumamente importantes aportaciones, pequeños empujones, para que la cosa siguiese funcionando y mejorando. Sin contar a todos aquellos que, trabajando en grupo, han hecho posible saltos tecnológicos cualitativos. Sin embargo, si hay un nombre que resuena siempre, una especie de constante universal durante estas tres décadas que han pasado, es el de Steve Jobs. Desde que tuve el Amiga quise pasarme al Mac (a fin de cuentas eran máquinas basadas en el 68000 de Motorola, procesador que admiraba profundamente). Pero eran ordenadores muy caros y no fue hasta finales de 2007 que inicié mi viaje por el universo Mac. Ya decía entonces que hay una constante con Mac: la calidad y la facilidad de uso. Son productos muy bien pensados y meditados, que hacen la vida fácil al usuario. Se nota que hay un duro trabajo detrás de cada idea para que el usuario, yo, me sienta a gusto pensando exclusivamente en lo que quiero y no en el cómo hacerlo. Y esto no lo había conseguido nadie antes. La elegancia, la facilidad de uso, el acabado exquisito y las formas novedosas, son constantes de una marca que ha conseguido que usemos adjetivos como «bonito» para designar cosas que, tal vez por su naturaleza inerte, no se nos hubiese ocurrido calificar como tal.
Una obra puede ser bien interpretada. Para ello requiere una buena orquesta, compuesta por buenos músicos, cada uno de ellos conociendo a la perfección el instrumento que han elegido tocar. Pero para que la obra sea genial no basta con que sean simplemente buenos, se necesita un gran director, alguien que vigile y exija la perfección hasta en los más mínimos detalles. Sólo de esta forma, bajo la exigente mirada de un gran director, algo bueno puede transformarse en algo genial. Steve Jobs, ha sido ese exigente director, y que como nombre, ha estado ahí siempre, asociado a la calidad y como un referente de cosas bien hechas. Steve Jobs, y Apple, han conseguido que todos los que tenemos la informática como vocación, tengamos una referencia de calidad, de productos bien hechos, de máquinas que piensan para el hombre y no de hombres que deban pensar para máquinas. Y, con envida sana, que muchos quieran dar más de sí mismos para conseguir emular esos logros.
Pero más allá de todo ello, la muerte de Steve Jobs me recuerda que todo tiene que morir, que todos los que consiguieron, de una forma u otra, que me gustase la Informática, que admirase los logros tecnológicos, tras los que había hombres, y que, por un momento, mi vida rozase un sentido de ser, irán desapareciendo y que, después de tanto tiempo, la Informática ya no tiene ese sabor de aventura personal que tenía entonces, cuando encerrarse en el cuarto o en el garaje tenía mucho de juego y poco de negocios deshumanizadores. Con la muerte de Steve Jobs tengo la sensación de que comienza a morir la Informática casi espiritual, la del reto intelectual que con poco se hacía mucho, y, pese al legado de calidad y trabajo bien hecho tan inmenso que deja, muere uno de sus principales artífices y promotores. La muerte de Steve Jobs deja el regusto amargo de una premonición. La de que las próximas generaciones, nacidas ya entre abundancia de complejas soluciones y al abrigo de tecnologías cada vez más completas y abstrusas, serán individuos que se aproximarán a la Informática de forma meramente funcional, sin aquel apego orgánico de sus pioneros, que conseguían humanizar cada nueva aportación a la corta, pero intensa, historia de los ordenadores personales. Para ellos, los nuevos, ya no quedará nada, ni siquiera el haber vivido en el tiempo de grandes hombres que marcaron el rumbo. Hombres, que mejores o peores, con motivaciones mejores o peores, conseguían que todo fuese una aventura emocionante y que yo, en particular, andara siempre asombrándome con cada nuevo paso que se daba y con las nuevas noticias que llegaban, y que todo ello siempre tuviese un nombre, una persona, detrás. Hace ya tiempo que no me asombro demasiado con casi nada y, sospecho, mis sobrinos ya no llegarán a admirar a personas. Temo que para ellos quedará, únicamente, la admiración a la máquina. Una verdadera pena.
[1] Para desconsuelo de mis padres, yo nunca logré pasar de la teoría. Soy muy perezoso para embarcarme en grandes empresas personales. Aunque el hambre por aprender siempre cosas nuevas no la he perdido ni aún a mis treinta y nueve años. [2] Aunque el uso de la palabra «ordenador» está enmendada por la Real Academia de la Lengua, que recomienda ahora el uso de computador o computador electrónico, son muchos años usándola.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔