'Cartero'

Que soy un absoluto inculto no es algo que extrañe a nadie. Ni algo que quiera ni intente ocultar. Lo soy, y punto. Tanto que no es de extrañar que, cuando un compañero de trabajo —del trabajo anterior, o sea hace ya dos años— me recomendase, sonriendo más para él que para el resto, que leyese ‘Cartero’ de Bukowski, mi respuesta fuese una pregunta: «¿De quien?». Primera vez que escuchaba mencionar a ese autor. Si difícilmente recuerdo nada de las clases de literatura española del instituto, en las que iba a por el aprobado raso, más difícil será que alcance a tener conocimientos de literatura norteamericana. Pero eso no es excusa, supongo. Al parecer todo el mundo (culto) conoce a Bukowski. Es lo bueno de ser un ignorante: que lo es también de su propia ignorancia.

image without alternative text La recomendación del compañero coincidía con mi anterior época de trabajo en Madrid, en la que una vez por semana me colaba en La casa del libro y dejaba como un colador la cuenta bancaria llevándome libros y más libros. En una de esas visitas hice caso y compré algunos libros de Bukowski que dejaría abandonados en la biblioteca de Las Palmas hasta el momento en que decidiese prestarles atención. Y, como en muchas otras ocasiones, el momento le llegó y empecé a leer ‘Cartero’, primera novela del autor, pero no la primera que se publica en castellano. (Al menos según referencia de Wikipedia [aquí]).

Cuando tenía dieciséis años vi una película que se había estrenado un año o año y medio antes. ‘El sargento de hierro’ era. No sé si sería cierto o no lo que se decía entonces, que había batido el récord de número de insultos por minuto. Dudoso honor ese. Lo cierto es que supuso un choque. Al menos para mí. Alucinaba con el lenguaje y las formas. Hasta el momento no había visto nada igual y estaba alucinando, aturdido, magnetizado. Era como un antes y un después (al igual que otra contemporánea, ‘La chaqueta metálica’, aunque esta la vi bastante más tarde). El uso del lenguaje malsonante en el cine ha ido en incremento desde entonces y se ha convertido en algo normal, algo que ya no es tabú y que, sospecho, del que se abusa ahora de forma innecesaria (alguien tendría que hablar con Tarantino al respecto) [1]. Cuando visitaba a mis abuelos de niño y usaba «coño» para completar alguna frase, porque lo escuchaba en el lenguaje de los adultos de la época, escandalizaba a los padres de mi madre. No era normal en la casa de mis abuelos, donde lo más que llegué a escuchar exclamar a mi abuelo era un «me cago en la mar», pero sí en la de mis padres y mis tíos. Ver a estas alturas ‘El sargento de hierro’ no escandalizaría a ningún niño de dieciséis años. Se han criado en un mundo en el que el tono agresivo de las conversaciones y el lenguaje rico en nitrato de insulto está a la orden del día.

    —De acuerdo —dijo ella—, te veré esta noche.     Estuvo bien, tenía un buen polvo, pero como todos los buenos polvos, al cabo de la tercera o cuarta noche empecé a perder interés y no volví.     Pero no podía dejar de pensar: «Caramba, todo lo que hacen estos carteros es dejar unas cuantas cartas en el buzón y echar polvos. Este es un trabajo para mí, oh sí sí.»

La mención a ‘El sargento de hierro’ no es gratuita. Mientras leía el ‘Cartero’ venía constantemente el recuerdo de esta película. Como si una década y media antes Bukowski persiguiera en la literatura lo que la película de Eastwood buscaba en el cine: romper esquemas y moldes usando un lenguaje carente de descripciones, parco, soez, casi telegráfico y sin sentimentalismos en el que el insulto es la norma, sujeto, predicado y complemento de cualquier situación que se presente. Al mismo tiempo, página tras página, sentía lo mismo que siento ahora con ‘El sargento de hierro’, que una vez se supera el impacto de la forma, el fondo se queda en poca cosa, en una historia más bien vacía. La historia de un cualquiera, de un antihéroe, de un sin suerte que zigzaguea por la existencia sin tener un rumbo claro más allá del culto hedonista que se puede lograr hacia uno mismo; y que si tiene éxito se debe más a la condescendencia de la fortuna que a méritos propios. ‘Cartero’ es una historia floja envuelta en una cáscara de palabras duras que no soporta el paso de los años y que, leída cuarenta años más tarde, donde uno ya tiene la mente anestesiada e inmune frente al lenguaje duro, a veces desproporcionado, no consigue —al menos a mí— contar gran cosa. Sospecho que dentro de otros cuarenta años, tal vez cuando debería ser considerado un clásico por tres generaciones posteriores, no pasará de ser una simple anécdota de colegio en la clase de Literatura. Sospecho que Bukowski no será un nombre que supere el paso del tiempo, salvo para los pedantemente cultos. Aunque cierto es que sí superará en el tiempo el que yo pueda dejar, claro. En cualquier caso, dudo que eso sea problema para ninguno de los dos.

Ha sido mi primera experiencia con el «realismo sucio» [@ wikipedia], que no la última, y siempre que supongamos que en cierta medida Ray Loriga no es heredero de esta tendencia, del que algo he leído. Ha sido la primera y reconozco que no me ha desagradado. Como decía en el párrafo anterior siento que ya no supone el choque emocional que pudo suponer en su momento, pero es cierto que forma parte de la historia de la literatura reciente. En ello algo de mérito lleva. De momento tengo unos cuantos libros más del autor —maldita manía la mía de dejarme llevar por la compra compulsiva— y este tampoco ha resultado tan poco estimulante como para descartar seguir con la lectura del resto. Volveré a leer algo de él con la esperanza de que el próximo, además de las (malas) formas, tenga mejor fondo. Mientras, apunto otros nombres del movimiento al que se asocia Bukowski. Hay alguno que promete.

Obviamente no es un libro que recomiende. Salvo que se esté muy interesado en la literatura per se o se haya criado uno completamente ajeno al mundo que lo rodea y siga pensando que lo más duro que puede decir una persona sea «teta» o «culo». En estos casos puede estar bien e, incluso, ser el revulsivo que se necesita para poner pie firme en la Tierra del siglo XXI. Sin embargo, si se es de los que usan chocho, coño, almeja o higo para referirse al aparato reproductor de ellas; si prefieren polla, cipote o tranca para referirse al de ellos; o si se felicita al amigo que tiene éxito con un «vaya cabronazo estás hecho» o un «qué hijo de la gran puta con suerte eres», como hace casi la gran mayoría de nosotros, entonces este libro no le dirá gran cosa. No más allá de un pueril pasatiempo.


[1] No pretendo insinuar que ‘El sargento de hierro’ fuese el comienzo del uso del lenguaje malsonante en el cine. Gran ignorante de la literatura, no lo soy menos de la historia del cine. Seguro que hay muchas películas de manufactura anterior en las cuales el lenguaje malsonante es normal. Pero con ‘El sargento de hierro’ la forma se transmuta en fondo. La película es una excusa para dejar que los personajes rajen de la forma en que lo hacen. La historia de los personajes se queda enajenada en algo secundario. Lo importante es que se use un lenguaje descarnado, soez, malsonante e insultante todo el tiempo, carente de toda emoción que no sea la agresividad, venga o no a cuento. Así la forma y el fondo se convierten en lo mismo. Y hasta ‘El sargento de hierro’ no había visto nada igual. Aunque lo dicho, no soy más que un pobre ignorante en la materia.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

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