'El lamento del perezoso'

La lectura de ‘Firmin’ [mi reseña] fue una experiencia inmensa. Sobrecogedora con sentimientos enfrentados. Alegría, humor y placer por el recorrido de situaciones y bufonadas del protagonista; tristeza y pena por las penurias que su condición le regala en la persecución de sus deseos y aspiraciones y por una vida plagada de tropiezos. Una rata que, en alma, no dista mucho de la mayoría de nosotros. Diría, incluso, que más humana que muchas personas que conozco. Dichosa empatía la mía.

image without alternative text Con su primera novela traducida y publicada [1] en lengua de Cervantes, Sam Savage [@ Wikipedia] me ganó como fiel seguidor y amigo incondicional. Incondicional en la manera que encorseta la unidireccionalidad del admirador anónimo que es desconocido por el admirado. Y a mi manera de ser fiel, claro, que como en todo y con todo hay matices, facetas y gamas cromáticas. Poco tiempo después de concluir la lectura de la primera descubrí en las librerías la recién publicada segunda (tercera), ‘El lamento del perezoso’, que el lamentado lector ocasional de la discontinuidad que resulta ser este mi rincón tendrá que lamentablemente sufrir leyendo y lamentándose observando impotente cómo destrozo su esencia y carisma, las del libro, con mis palabras, mis circunloquios y, en general, mis idas y venidas sin concretar destino claro y sin concluir nada aprovechable por generaciones venideras. Me considero amigo fiel, como decía, hasta el extremo del sacrificio si la ocasión lo demanda, pero de forma sosegada y, en crítica de muchos, desapegada. Así que aún viéndola expuesta en mis visitas periódicas a las librerías en busca del consuelo del consumista, que no es otro que dar satisfacción al deseo de consumir, la ignoré de forma reiterada, tozuda y persistente mientras la conciencia, ese parásito que nos recuerda a cada paso que no somos realmente tan fidedignos y en general algo peores de como nos vemos a nosotros mismos, me obligó a adquirir la edición de bolsillo por cinco euros en lo que, a escala cuántica, sería el equivalente al tiempo infinito y difícilmente imaginable entre causa y efecto.

Tal vez por resarcir al autor, o por acallar a mi conciencia, poco después [2] comenzaba su lectura. ¿Qué decir tras concluirla? Pues más bien poco. O mucho. En esencia, que no defrauda. Pero tampoco entusiasma como la primera. Aunque comparten la ambigüedad magistralmente retratada de la vida de comedia de un bufonesco protagonista —aquí un intransigente cuarentón proselitista del propio ego, allí una rata de portentos intelectuales de difícil imaginación—, que hace reír y divierte, y el drama impermeable, reverso de una misma moneda, de las aspiraciones y deseos insatisfechos e insatisfacibles que lo empujan y arrastran en la deriva existencial, esbozo amargo en esencia de cada uno de nosotros. Y en ambos textos, los protagonistas dan muestra sobrada, a veces en exceso relamida, de un intelecto de prodigio que asustaría al más pedante y que, al lector que fui yo, empequeñece por la fertilidad del verbo y la riqueza del sustrato lingüístico con el que el autor insufla argumentos y vida a los personajes protagonistas de sus dramas. Para quitarse el sombrero.

Queridos Vikki y Chum-Chum:     No hagáis caso de lo que dicen. Os lo prometo, no hay absolutamente nada de qué preocuparse. Estoy en el convencimiento de hallarme en un momento decisivo de mi vida, a pesar de todo, un momento que un día, al mirar atrás, consideraré el «pórtico de todos estos años tan fructíferos», o algo por el estilo.

                  Con mucho cariño para los dos,                   Andy

Que entusiasme en grado menor que la primera no significa que no suponga una lectura apasionante. No tan arrebatada como ‘Firmir’, pero igualmente absorbente y que cumple con creces el fin con el que nace todo libro, hacer disfrutar —aunque sea sufriendo la vida del personaje— con una historia bien contada y expuesta. Algo que parece ser, con tan breve recorrido en producción literaria, marca del autor.

Para esta ocasión Sam Savage elige contarnos la vida y obra de Andy, el protagonista, como si fuese una exposición de fotografías cronológicamente ordenadas, donde aquí el fotograma se sustituye por un texto, la mayoría de las veces cartas que envía en respuesta o demanda a terceros, pero también en anuncios de prensa que publica o en narraciones que el protagonista, como autor, editor, director y promotor de una revista, produce. Entre una fotografía y otra somos nosotros, en el papel de ávidos lectores, drogadictos que no ven el momento de encontrar otra dosis, los que rellenamos el intervalo transcurrido con la pieza que falta y en el que los actores secundarios, simplemente mencionados como destinatarios de respuestas escritas, toman cuerpo y ganan en presencia por las descripciones, el lenguaje y las emociones con que se les responde en las epístolas. En este aspecto, y para mi gusto personal, ‘El lamento del perezoso’ consigue superar a ‘Firmir’ al darnos la oportunidad de ser nosotros, al transmutarnos en una suerte de copilotos de la carrera, poniendo nuestra imaginación a trabajar a destajo para rellenar los huecos entre respuesta y respuesta.

El preámbulo de la narración, en la forma de sus primeras cartas, comienza de forma cómica, y porque aún no conocemos en profundidad al protagonista, del que casi se sospecha inmediatamente, sinceramente se presta a ello, que se trata de una versión agorafóbica, más sociópata y refinada, pero igualmente estrambótica y catártica, de Ignatius J. Reilly [3]. Pero a medida que avanza la historia se torna, a cada mensaje y carta enviados, en trágica, tragicómica, de la forma en que un personaje de las características de Andy (o Ignatius) puede ir sumergiéndose en las miasmas de la cocción lenta de sus neurosis hasta el punto de creer, poco después de alcanzado la meta volante que suponen las dos terceras partes del libro, que únicamente hay un final posible. A esa misma altura de la lectura se observa, como inspirado, de la forma en que inspira la buena prosa, que es observable, ahora ya transcurrido un tiempo, algo que pasa igualmente con las marcas de la edad, perceptibles únicamente cuando pasa un lapso considerable entre dos vistazos, la forma en que con cada carta se va erosionando el talante moral que amalgama al protagonista. Como si con cada correspondencia se arrancase parte del cemento con el que se sujetan los ladrillos que conforman la identidad del ser, preñado con sus anhelos y sus miedos, y que, a estas alturas de la lectura, lo que se percibe aún desdibujado es un castillo de naipes de precario equilibrio preparado y esperando al golpe de gracia. Y uno se adentra en el último tercio sobresaltado, deseando que no llegue lo inevitable y que el golpe finalmente yerre diana. También en ese momento te sorprendes con qué facilidad el autor, casi con la magia de un ilusionista, consigue embaucarte para que subas al escenario y permanezcas un poco más esperando la conclusión del número de prestidigitación magnífico en el que no haces más de preguntarte dónde estará el truco. Porque todos los buenos espectáculos de prestidigitador y todos los buenos libros deben sorprender al final.

‘El lamento del perezoso’ es un muy buen libro, para mi gusto, que, como poco, es muy, mucho, recomendable, pero que yo, y pese a la devoción adquirida por su autor, no concluiré con un must read. Pero se le acerca. Si puedes, léelo. Merece la pena.


[1] Sorprendentemente, hasta el momento de escribir esta cutre-reseña estaba convencido de que era la primera novela escrita por el autor a nivel universal, indistintamente de lengua y credo del que leyese, pero una rápida y fugaz visita a Wikipedia, por eso de intentar parecer más culto de lo que soy realmente cuando escribo, dio lugar al descubrimiento de que no, no era la primera y sí la segunda. Aunque tampoco es que haya publicado mucho más. [2] Aunque no debería ser sorpresa para nadie a estas alturas, y aunque de la sensación de que es fresco el lenguado que corto y presento en esta entrada, en realidad se cuenta en meses el tiempo que ha transcurrido ya desde su lectura. Si me descuido un poco más, incluso diría que ha cumplido el primer aniversario —y algo más—. Se está convirtiendo en práctica habitual en mí. [3] El protagonista de la genial ‘La conjura de los necios’ que, aprovechando el momento para seguir pariendo texto sin más finalidad que la de aumentar la entropía del universo en la forma del movimiento obligatorio de electrones y fotones llevando reiteradamente esto a un ordenador y a otro, y de ahí a la retina y cerebros de los despistados visitantes, que la novela de John Kennedy Toole ha subido en las últimas semanas puestos para ser releído, y disfrutado, en breve. Diría que va a por la cuarta relectura de tan magna novela.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

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