Mi libro electrónico se ha roto; que suena a título de novela, pero no lo es
Existe la creencia popular que reza aquello de que las desgracias nunca vienen solas. Sin ser capaz de tildarlas como desgracias, es cierto sin embargo que en los últimos meses siento que las cosas no terminan de suceder como a mí me gustaría. Más bien parece que el número de pequeños contratiempos y traspiés se suceden de tal forma que presentan un comportamiento equivalente al de una función monótona creciente. De crecimiento lento, pero constante. Esto es así más o menos desde finales de agosto, justo cuando tomo la decisión —una decisión que además era inevitable tomar— de mudarme y compartir piso. Desde entonces no hay semana que no tenga dos o tres contratiempos. Algunos pequeños, algunos más grandes. Y, con todo ello, voy acumulando la sensación de que no encajan bien las cosas. Hasta tal punto que no hay día que no acabe exclamando un «joder, y ahora esto» en el transcurso de la jornada, y que no me levante esperando, más bien temiendo, qué sorpresa, negativa, siempre, me deparará el día. Usando un símil ramplón, sería como la gota del grifo. Una gota por sí misma no se puede declarar una tragedia, pero una gota, y otra gota, y otra gota, y otra gota más, van socavando la paciencia de cualquiera.
El último minidrama ha sido la ruptura de mi lector electrónico. A mitad de la tercera «Crisis Seldon» [@ Wikipedia] me he quedado con las ganas de saber lo que pasaba. Leí ‘Fundación’ hace tanto tiempo que es como si lo estuviese leyendo por primera vez. Lo apagué el jueves por la tarde, cuando me bajé del tren en mi regreso al piso, y lo encendí el viernes a las cuatro mientras esperaba la hora del embarque en el aeropuerto. La mitad superior del cacharro se veía como un continuum borroso. Desde entonces, y hasta ahora, cada vez que lo he puesto en marcha la cosa ha empeorado. En el momento de acercarme al comercio donde lo compró mi mujer hace cinco meses para regalármelo, la pantalla era más bien un manchón negro.
Me decía la chica del comercio, vestida con esa camisa roja de un color tan marcadamente rojo que te hace pensar si será cierto que únicamente los tontos compran en otros sitios y si no será más bien al contrario, porque hay que ser muy tonto para enfrentarse a ese tono tan beligerante para que te atiendan, que hasta que el servicio técnico no determine la causa, que no sabrán si es un fallo de fabricación del terminal o si se debe a un mal uso. Vamos, que no está claro si la garantía lo cubre o no. Pero que mejor que lo lleve yo directamente porque con ellos tardaría el doble de tiempo en tener respuesta. No me sorprendió tanto esto último, que entiendo que no puedo interferir en sus ciclos de tramitación, sino la posibilidad de que fuera yo el causante del problema. Y me puse a darle vueltas a las últimas veinticuatro horas de existencia del aparato. Lo apagué, como dije, la tarde anterior. Generalmente por las noches suelo leer otro rato antes de dormir, pero a diferencia de toda la semana, esa noche opté por el iPad y ponerme al día en los RSS. A la mañana siguiente, de camino al trabajo, opto por no leer tampoco. Suelo aprovechar ese rato también para leer, pero me levanté un poco cansado, más de lo normal, supongo que por ser viernes, y preferí escuchar música. El resto del día fue bastante tranquilo, y muy productivo, y no fue hasta la mitad del trayecto hacia el aeropuerto que no tuve mi momento «joder, y ahora esto». El primero. El segundo fue cuando intenté continuar con el libro.
Últimamente cojo muy poco el metro. Principalmente me muevo en cercanías, pero tengo la sensación de que se va acumulando una cierta crispación en la población de Madrid. A falta de carreteras en las que competir en el sano arte del improperio con otros conductores, mi campo de estudio es el transporte público y, en particular, el metro. Desconozco si por la crisis, si por los criticables gobernantes que nos ha tocado sufrir en el último año, o por una influencia de un plano paralelo metafísico, el mismo que inspirara las profecías mayas, pero si ya son especialmente famosos los madrileños por su mala educación, que no puedo afirmar que haya experimentado en el pasado en mis propias carnes, sí noto que la cosa empieza a ser más exagerada. Al entrar en el vagón, con mi mochila colgada de un lado, un tipo me metió un empujón y casi me estampa con el lateral de la puerta. La mochila amortiguó el golpe, seco. No le di tanta importancia a eso como al tipo, que luego se colocó mirando al infinito como si con él no fuera la cosa. Mi mirada, asesina, lo taladró, figuradamente hablando. Pero las miradas, por muy asesinas que sean, no hacen daño si el impresentable de turno te recompensa con el no aprecio como peor forma de desprecio. Murmuré para mis adentros algunas maldiciones ancestrales y seguí escuchando música, sin darle más importancia a lo acontecido e, incluso, olvidándome completamente de todo esto hasta que me puse a pensar qué había pasado entre la última vez que lo apagué y el momento de encenderlo en el aeropuerto. Ahora, en este preciso instante, me arrepiento de no haberle dicho dos palabras al tipejo. Pero más me voy a arrepentir de no haberle devuelto el empujón si al final en el servicio técnico me salen con lo de que no es un problema de fabricación. La única explicación que se me ocurre es que lo que parara el golpe, dentro de la mochila, fuese mi libro electrónico.
Es curioso la rapidez con la que nos acostumbramos a las cosas. Cuando me lo regaló mi mujer, lo tomé más como un capricho que como algo realmente útil. Tenía mi iPad, que es un artilugio magnífico, maravilloso y que sirve para todo lo conocido e imaginable y todo lo que está aún por imaginarse. Sin embargo, desde entonces y hasta el día de hoy, el lector electrónico se ha convertido en una de esas cosas que siempre llevo conmigo. No puedo decir que con él he retomado el gusto por la lectura y leo más, porque ya leia mucho con el iPad y en papel, pero sí que me ha permitido leer en momento en los que ni me lo hubiese imaginado. Se ha convertido, muy a mi pesar, en mi mejor amigo y compañero fiel. Un inseparable. Su ausencia se me antoja complicada y difícil de llevar, y la preveo con ansiedad. Aunque tengo el producto de Apple para sobrellevarla mejor, me auto convenzo y razono conmigo mismo. Retomaré la lectura de la ‘Fundación’ en él con la esperanza de que el mal que aqueja a mi pequeño lector electrónico sea recuperable; sobretodo sin pagar un euro. Aunque no será lo mismo.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.
Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔