Llegué al libro de Eliyahu M. Goldratt en uno de esos días en los que me dedico a recorrer enlaces de un lado para otro a partir de una búsqueda inicial y que, en muchos casos, me lleva a destinos que no tienen nada que ver con lo que originalmente estaba buscando. Pero lo cierto es que al leer sobre la Teoría de las limitaciones o de las restricciones (TOC, del inglés) me sentí atraído por el concepto o la idea que había tras ella.
El año pasado, más o menos por estas fechas, un matrimonio amigo y su tropa de enanos incordio, vinieron a pasar una semana de vacaciones a la isla. Organizándolo todo ellos mismos desde Madrid, dieron con un complejo de bungalows del grupo Dunas, Dunas Maspalomas, que les ofrecía el espacio suficiente para recoger, bajo un mismo techo y a precio razonable, a la familia numerosa. Como no tenemos muchas oportunidades de pasar tiempo con ellos durante el año, mi mujer y yo decidimos coger otro de los bungalows.
Las películas y series de ciencia ficción me atraen como la luz incandescente a una polilla. Prefiero este símil al de la mosca y la mierda, aunque dada la calidad de la serie que toca hoy bien podría haberlo empleado. Así que no es raro que, cuando leí la sinopsis de ‘Journeyman’ dentro del catálogo ofertado por mi camello, no lo dudé dos veces. Sé que siempre digo que aquellos que se acercan a las mafias del P2P son lo peor, más bajo y rastrero que ha dado nuestra sociedad, pero en mis trabajos de investigación he desarrollado adicción y ahora debo vivir como otro marginado social.
Compré ‘La semana laboral de 4 horas’ el mismo día en que compré ‘Freakonomics’. Principalmente porque estaba puesto justo al lado en la estantería, en la sección de Economía de la librería. En segundo lugar porque leí la contraportada y me resultó un planteamiento curioso: ¿Quién no desearía toquetearse el ombligo todo el santo día y vivir como un jeque trabajando lo mínimo? Por lo que, sin otras opiniones sobre él, pasé por caja.
… en el Maratón Fotográfico de Mesa y López. ¿O qué pensabas?
Refería ayer que en mi persona se combinaba una extraña mezcla de vergüenza y exhibicionismo. En la parte exhibicionista, por ejemplo, no me importa dar el cante cuando hablo con amigos. No me preocupa lo más mínimo lo que otros piensen de lo que digo o de cómo lo digo. O de hacerlo en Internet, como es el caso de esta bitácora.
Confesaba hace unas semanas que tengo la extraña filia de buscarme, cada cierto tiempo, en Internet. ¿Variante de la egolatría? Pongo mi nombre y apellidos en el buscador y reviso lo que aparece. Así fue como me tropecé con la vieja práctica de Ingeniería del Conocimiento, que supuso la calificación de matrícula de honor para todos los componentes del grupo. O que se usan mis fotos (con licencia CC) en algunas webs.
La llegada de la alta definición a mi vida supuso uno de esos momentos de antes y después. En cierta medida, me ha hecho afortunado y desgraciado a partes iguales. En realidad me siento mucho más afortunado que desdichado por ella. Desgraciado porque, como el que prueba por primera vez la ambrosía de los dioses, ya no se conforma con menos. Contra mis deseos, me he convertido en sibarita de lo que introduzco por mis ojos.
Otro fin de semana más, haré todo lo posible por escaquearme de mis obligaciones conyugales relativas al mantenimiento conjunto de las zonas comunes y de descanso, así como las de aprovisionamiento, preparación de alimentos y evacuación y que, cooperativamente, pagamos mes a mes al banco para saldar la deuda contraída como crédito hipotecario. O sea, que no quiero participar en las tareas de limpieza del piso. Así que tengo que buscarme una buena excusa.
Algo ha cambiado en mi cerebro, continente y cárcel de mi pervertida mente. Esperemos que no sea algo terminal e irreversible, pero lo cierto es que hace tiempo hubiese huido, como lo haría una adolescente japonesa que tropieza con un monstruo harto de tentáculos viciosos, de un libro en cuya portada ofrece una frase del tipo “Si Indiana Jones fuera economista, sería Steven Levitt”. Sin embargo, en esta ocasión, no solo no salí corriendo sino que, además y tras leer la contraportada -diré en mi defensa-, pagué por él.
Con clara intención de confirmar aquello que ya debemos saber todos, por vivido, y que postulaba Zaratustra como eterno retorno, no solo de sucesos y acontecimientos causales, sino también de pensar, sentir e idear, en repetición infinita e incansable, hoy echo de menos coleccionar sellos, como lo hiciera años ha. Sentimiento que me lleva a plantearme re-re-empezar la colección o, mejor dicho, el coleccionismo filatélico, pues lo coleccionado sigue estando y bastaría con retomar donde lo dejé la última vez.