Lo que no voy a echar de menos
Se cumplen cinco meses de mi estancia en Madrid y apenas queda poco más de una semana para que retorne a mi casa y a mi puesto de trabajo como responsable de delegación en Las Palmas. Siendo como soy un eterno insatisfecho, ni me apasiona la idea ni dejo de alegrarme por dejar atrás esta experiencia independentista de mi persona. Y es que, como casi todo en la vida, hay cosas que me han gustado muchísimo y otras que no me han gustado nada de nada. A las primeras me dará pena dejarlas atrás. De las segundas no quiero ni volver oír hablar.
Es posible que de un repaso al primer grupo en breve. Hoy hablaré de la única cosa realmente jodida que no me ha gustado nada en todo este tiempo. No se trata de que te echen el coche encima en los pasos de peatones y ni siquiera te miren, como insinuando que no te han visto. Tampoco que te empujen para entrar y salir de los trenes. O que alguna señora con malas pulgas te bloquee el acceso al andén porque por donde mismo se entra se sale de la estación y pierdas el tren. Todo eso son cosas a las que, más o menos, ya te vas acostumbrando y que denotan, en cierta medida, un grado de insolaridad o incivismo muy característico de las grandes aglomeraciones, en general, y de Madrid, en particular. Y, por supuesto, no hablo de Esperanza Aguirre, a la que ves a todas horas en la tele madrileña, que parece ser lo único que ponen en los baretos y restaurantes y que a todo el mundo escucho detestar, pero que sigue contando con mayoría entre sus bases votantes. Hablo del puto tabaco, al que he acabado odiando a muerte.
De natural me considero muy tolerante con los vicios y hábitos ajenos. No en vano soy liberal y ateo, a mucha honra. Pero lo del tabaco en Madrid tiene tela.
En invierno, la estación que me ha tocado vivir en esta ciudad, es bastante raro ver a la gente sentada en terrazas mientras se toman algún jugo alcohólico al tiempo que intercambian sus opiniones sobre lo acaecido durante el día —y despotrican sobre Esperanza y su Telemadrid—. Atípico porque la mayoría de los días la temperatura máxima que encontrarás durante el día es inferior a los diez grados. Ya no te digo a partir de las seis de la tarde, cuando uno sale de trabajar. Siendo poco habitual, sin embargo, la gente no deja de acudir a los locales para almorzar —es normal almorzar fuera de casa en esta ciudad— ni después del trabajo para terminar el día. Todas las semanas quedo uno o dos días con los amigos para tomarnos algo y la zona centro suele estar llena de gente. Hasta las tantas y «hasta la bandera».
Pero claro, toda esa gente que en días más templados prefiere sentarse en el exterior para conversar en un entorno más oxigenado, no renuncia a hacerlo en locales mal ventilados y cargados de «humanidad». No resulta extraño pasar de tres o cuatro grados centígrados a una atmósfera en la que puede haber veinte —tirando por lo bajo— y en la que perfectamente puedes estar en camisa de mangas cortas. Todo eso estaría muy bien si no fuera porque en el 99% de los locales madrileños se permite fumar. Lo de que están acondicionados me suena a mí a cuento madrileño chino. Resulta irritante la densidad de humo de tabaco que puedes respirar en esos sitios. Uno no se da cuenta, enfrascado en su propia conversación, pero la peste del cigarro quemado te va calando poco a poco, penetrando en cada rincón de tu propio ser. Se te va asentando en los pulmones y te dificulta respirar y llega un momento que hasta reír te resulta molesto, porque tienes nicotina ajena hasta en el último alveolo contaminado por humo de otros. Llegas a casa apestando de pies a cabeza y lo único que deseas hacer es darte una ducha, a poder ser de lejía, y meter la ropa en bolsas de plástico para tirarlas a la basura. Esto mismo es lo que sufro cada vez que salgo a tomar algo con los amigos. El olor a tabaco perdura dos días en la casa, si te descuidas, pese a que hayas metido todo en la lavadora y te hayas bañado dos o tres veces.
Lo más asombroso de todo esto es que, en un local en el que tal vez haya veinticinco personas, tan solo ves a dos, máximo tres, fumando. Es casi una bufonada que tan solo un diez por ciento de la gente de un local consigan que el noventa por ciento restante sienta asco de sus ropas y sus pieles al llegar a casa. Pero así son las cosas. Casi un reflejo de la absurda realidad humana: pocos deciden cómo joder a muchos. Y los partidos, usando cualquier cosa como arma política que arrojar al contrario, no hacen nada para solventar el problema. Para atajarlo. Si el tabaco es un problema de «salud pública» no entiendo a qué tanta demagogia.
No, desde luego. El tabaco no será algo que eche de menos dentro de una semana, cuando vuelva a mi casa. Mi estancia en Madrid, más bien, ha conseguido enervar mi odio hacia este nocivo elemento y, si antes era hasta un poco tolerante con aquellos que se permitían fumar en mi presencia, a partir de ahora seré inflexible: A fumar te puedes ir a tu puta casa. A joderle los pulmones a otro.
Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría
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Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔