universos que caben en la mano y alimentan el espíritu
No lo había puesto en los despropósitos del año porque los orienté más hacia lo no-técnico, pero terminaba el año pasado con una espinita clavada en el corazón. Y este año quería poner remedio.
Sobre finales de junio un compañero me pidió que le echase una mano con un proyecto que tenía atascado. Era un proyecto personal suyo y ambos estábamos a tope de curro y debíamos «robar» horas para intentar sacarlo adelante.
En lo tocante a literatura, terminé el año comentando un cuento gráfico de Aleix Saló, ‘Españistán’ [reseña], y decido que la primera reseña del año corresponda a la última obra del mismo autor: ‘Simiocracia’, con el pretencioso subtítulo «Crónica de la Gran Resaca Económica».
Lo compré el mismo día que el anterior porque estaba a dos euros y medio. Vamos, que me llevé las dos obras del autor por menos de lo que te cobran en un pub por dos cañas.
Para acabar el año toca revisión literaria. Bueno, en este caso de una novela gráfica, si así se la puede llamar. Por longitud sería más bien cuento gráfico. Aunque para la mayoría será un comic, tebeo o historieta. Sirva igualmente el mismo, su contenido crítico, para reflexión —al menos para intentarlo— de lo que somos y por qué lo somos, y de cómo nuestro pasado se ha escrito y rescrito a base de promesas rotas y mentiras desproporcionadas.
Han anunciado el tercer título del autor traducido al español y aún no he terminado y publicado la entrada del segundo, que lleva a medias desde tiempos inmemoriales. Leer ‘Las trampas del deseo’ [reseña] supuso el refuerzo a todo un descubrimiento realizado poco antes con la lectura de ‘Freakonomics’ [reseña]. Había despertado un gusto especial por los libros divulgativos donde se pone en entredicho la racionalidad humana y se nos cuenta, de forma amena, el resultado y las conclusiones de una serie de experimentos que, repito, ponen bajo sospecha nuestras teorías íntimas y nuestra visión particular del suelo firme que es —o debería ser— la (maldita) realidad, en lo que a su percepción inequívoca se refiere.
Primero, y antes de entrar en materia, permítome hacer una aclaración. Sinceramente creo que la mejor forma de abandonar este mundo es peleando en las Termópilas, arrasando a los enemigos, insuflándoles temor hasta los tuétanos con cruenta bravura, plenamente consciente del llanto arrancado a sus viudas y vástagos cuando el corazón del enemigo es salvajemente atravesado por la espada y la lanza y reciban la noticia de que sus seres queridos abonan la tierra con sus cuerpos descomponiéndose en el campo de batalla.
Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquella era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido […]
La lectura de ‘Firmin’ [mi reseña] fue una experiencia inmensa. Sobrecogedora con sentimientos enfrentados. Alegría, humor y placer por el recorrido de situaciones y bufonadas del protagonista; tristeza y pena por las penurias que su condición le regala en la persecución de sus deseos y aspiraciones y por una vida plagada de tropiezos. Una rata que, en alma, no dista mucho de la mayoría de nosotros. Diría, incluso, que más humana que muchas personas que conozco.
Que soy un absoluto inculto no es algo que extrañe a nadie. Ni algo que quiera ni intente ocultar. Lo soy, y punto. Tanto que no es de extrañar que, cuando un compañero de trabajo —del trabajo anterior, o sea hace ya dos años— me recomendase, sonriendo más para él que para el resto, que leyese ‘Cartero’ de Bukowski, mi respuesta fuese una pregunta: «¿De quien?». Primera vez que escuchaba mencionar a ese autor.
Creo no errar si afirmo que me sobran dedos de una mano —y la otra entera— para contar las conversaciones que mantuve con mi tío Andrés, hermano mayor de mi padre, durante mi edad adulta —al menos la que corresponde desde el momento en que uno tiene libertad para votar y la actual—. Tampoco creo caer en el equívoco si digo que esas pocas conversaciones fueron realmente interesantes. Entrañablemente rojete él, en una de esas conversaciones me recomendó ‘Las uvas de la ira’, como ejemplo de aquello en lo que el capitalismo más recalcitrante y el neoliberalismo indolente pueden acabar.
En general no me escucharán nunca —o leerán por aquí— que defienda el espíritu suprafuncionarial de este país. De hecho ya me he quejado alguna vez [1] sobre esa tendencia o deseo generalizado de alcanzar un puesto de funcionario, o de trabajador para el Estado, que «garantice» un ingreso de por vida y, parece que viene relacionado, «pegarse la vida padre» a costa de los impuestos de todos. Aclarar también —o mejor dicho, por otro lado, paralelamente o en contra de lo anterior—, y para que conste que a) no me parece mal que todos deseemos estabilidad, es lo lógico; y b) menos aún que no haya funcionarios.