Sevilla. Dormir y comer.

Hace unas pocas semanas comentaba que había pasado unos días por Sevilla. En ese mismo post comentaba que se me estaba pasando por la cabeza hacer algún resumen del viaje e iniciar con ello otro arco argumental de entradas cutres. En principio he elegido los martes para ello. De momento, y hasta que se me acaben, cosa que sucederá muy pronto, para los martes sólo tengo los ‘tesoros perdidos’. Así que puedo ir complementando con datos y anécdotas de viajes hasta que encuentre algo con más sustancia. O no.

Está muy bien eso de viajar y ver cosas. Esto nos llena de satisfacción y autorrealización, lo que forma parte de los niveles altos de la jerarquía de necesidades en la pirámide de Maslow. Y eso está, como digo, muy bien. Pero si nos fijamos en esa misma pirámide, podremos ver que en la base tenemos la alimentación y el descanso como necesidades fisiológicas. Básicas y primarias, vamos. Así que, digan lo que digan, lo más importante en cualquier viaje es tener un sitio cómodo donde dormir y poder disfrutar de buena comida. Al menos sana.

Alcázar desde la Plaza del Triunfo

En nuestro caso para descansar y ducharnos elegimos el hotel Puerta de Triana, de la cadena Confortel. El precio normal resulta excesivo, pero conseguimos una oferta para cinco noches, desayuno bufé incluido para los dos, por algo menos de 350 euros. Sin estar tirado de precio sí que ofrece, a ese precio, una gran relación calidad-precio. A cinco o diez minutos caminando de casi todo lo interesante, aire acondicionado, reposición gratis a diario de botellitas de agua en el frigorífico, conexión wifi gratuita, limpieza diaria y una atención personal magnífica bien merecen pagar un poco más. He leído por ahí que la gente se queja de un bufé algo escaso para el desayuno. También he podido percatarme que la gente, cuando se les ofrece la posibilidad de comer todo lo que les entre por el buche por una cantidad fija, se vuelven locos y se lanzan a comer como perros que no hubiesen probado comida durante un mes. Para una persona normal lo que hay para elegir es suficiente. Se trata de desayunar bien para las largas y duras horas de pateo que te esperan antes de almorzar. Y, para eso, sí que había variedad. ¿O quién tiene en su casa -y desayuna de forma habitual- tantos productos distintos como te sirven en los bufetes de los hoteles? Claro que quejarse también es gratis.

Callejeando por el barrio de Santa Cruz

Si bien tuvimos mucha suerte con el hotel, no fue así con la comida. Los primeros días nos arriesgamos a comer por la zona turística, aprovechando que estábamos visitando la zona de Santa Cruz. Todo carísimo y con una calidad pésima. ¿A quién se le ocurre cobrar 8 euros por una taza de gazpacho Don Simón? Así que a partir del tercer día decidimos alejarnos un poco a la hora de comer y la cosa mejoró bastante. A destacar las tapas que tomamos en el bar Blanco Cerrillo, en la calle Jose de Velilla. Asimismo, y cerca del hotel, aunque en calles menos atractivas, turísticamente hablando, tropezamos con algunos sitios aptos para bolsillos menos solventes y con calidad suficiente para satisfacer paladares de exigencia media. Anecdóticamente tropezamos con un camarero, emigrante canarión -de Cruz de Piedra-, que llevaba nueve años en Sevilla y que nos reconoció como compatriotas porque pedimos agua con gas. Pero el sitio donde comimos el mejor pescaíto frito con un rebujito, servido en jarras de medio litro por persona, estaba fuera de la ciudad. Fue en Santiponce, frente justo de la entrada al complejo arqueológico de Itálica. Pese a su aspecto de bareto de pueblo, pusieron cantidades industriales, de gusto exquisito y a un precio baratísimo. La experiencia gastronómica bien mereció el paseo y los calores que sufrimos en la visita a las ruinas romanas.

La gran decepción nos la llevamos el último día. Ya que no habíamos parado un solo día y habíamos visto la mayoría de los sitios que teníamos ganas de visitar, además de ir muy bien de tiempo para coger el vuelo de vuelta, decidimos darnos un homenaje y comer en el Kiosko de las flores, lugar que nos comentaron que estaba muy bien. Recomendación de un recomendado que no había ido aún, debo aclarar. Situado en el barrio de Triana y con el atractivo de comer en una terraza con vistas al Guadalquivir, decían decir que el pescado frito era muy bueno; de lo mejor de esa orilla del río. Y allí nos presentamos. Sin embargo ya entramos algo mosqueados porque no veíamos los precios en la puerta. Mucho lujo al cruzar el umbral de entrada, pero nada más pasar a la terraza había un fulano que gritaba a todo el mundo instruyendo dónde colocarse. No fuese que las parejas, nuestro caso, ocupasen las mesas para más comensales y perdiesen clientela por ello. Nos tocó en una zona alejada, por lo que lo más que disfrutamos del Guadalquivir fue la vista de la orilla de enfrente. El río ya podía haberse secado o estar a punto de desbordarse que nosotros sólo alcanzábamos a ver los coches de la otra orilla. Cuando nos dieron la carta casi se nos revientan los ojos. Precios desorbitados. Una pareja, que había entrado al mismo tiempo que nosotros, tras un rápido repaso dijo que no querían comer, que solo querían tomarse algo de beber. En nuestro caso, como de lo que se trataba era de darnos un merecido homenaje, no nos amedrentamos y pedimos. Ensalada y, cómo no, un variado de pescaíto frito -el último- junto con una gran jarra de sangría fresquita. Nada mejor para combatir el calor y preparar la mente para el vuelo de regreso. La ensalada bastante mediocre, pero comparada con el pescado era una delicatessen. Fuerte basura de pescado nos pusieron. Del almuerzo lo único pasable fue la sangría. Y a todo esto el puñetero camarero pegando gritos y ofreciendo a los guiris paellas -"¡tuo fish, uan chiquen!, ye, ¿uan fish only?"- que venían con un aspecto lastimoso recién sacado de congelador. Si alguna vez vuelvo por Sevilla haré todo lo posible por contenerme y no quemarles el chiringuito.

¡Ah! ¡Casi me olvido! Si tienes ocasión de pasar por Sevilla, y acabas perdido en la calle Zaragoza, no pierdas la oportunidad de pedir un helado -de los sabores más peculiares y variados- que hay en la heladería artesana La Fiorentina. La teníamos justo al lado del hotel y vinimos a descubrirla el último día. Espectacular. Lástima no haberla descubierto el primer día.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

Es muy probable que el formato no haya quedado bien y/o que parte del contenido, como imágenes y vídeos, no sea visible. Asimismo los enlaces probablemente funcionen mal.

Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔