Mazinger Z (y las cosas de mi hermana)

Creo que tendría 6 o 7 años cuando en Televisión Española comenzaron a emitir los capítulos de Mazinger Z. Si no recuerdo mal lo hacían después del telediario, a las dos y media de la tarde, y únicamente emitían los sábados. Como todo niño la gran mayoría de los niños de mi edad, porque también los había raritos a los que no les gustaba, alucinaba con la serie de dibujos más cañera que recordaba; con esa edad tampoco es que hubiera visto mucho digno de recordar en un sistema en el que, en la práctica, solamente existía una cadena de televisión y era pública. Las otras serie de dibujos que recuerdo de esa época era Heidi, entretenida pero un pelín terriblemente ñoña, y La abeja Maya, demasiado suave.

Hace unos años volví a ver, de casualidad, un capítulo. En realidad cinco minutos de un capítulo. En alguna reposición de alguna de las tantas cadenas que hay ahora. Visto con ojos de —algo más— adulto, el argumento, la serie y el propio concepto, son bastante malos. Tanto que sufrí una pequeña punzada de vergüenza ajena al recordar cómo babeaba con la serie. Creo que algo más de cerebro he adquirido en el proceso de envejecimiento. Sin embargo, por entonces, yo era un niño y para mí era lo mejor del mundo mundial. Muchísimo más que la playa. De hecho la playa nunca me ha gustado demasiado. Ya desde pequeño me parecía muy aburrida e incómoda. Era jodido que se te metiera la arena en el bañador y caminar con la molesta carga en el trasero, tan pesada e incómoda que parecía que caminabas con el producto de una defecación que no pudieras echar fuera del bañador. Un lastre. Y mis claras preferencias eran un problema. Mis padres, que veían esos dibujos animados con ojos adultos y preocupados —ya entonces los adultos se preocupaban de la influencia que pudiera tener la violencia en la televisión sobre sus vástagos; y lo correcto entonces eran los dibujos de Hanna-Barbera—, no consideraban que fuese tan importante como para prescindir de un día en la playa. En aquel entonces era casi ritual ir al sur de la isla a pasar el día en la playa en familia.

Para mí resultaba angustioso —sufría— levantarme el sábado y ver que mi madre empezaba a preparar la tortilla de papas —o la ensaladilla—, la neverita, las toallas y que nos encasquetaba la ropa de la playa, porque sabía que, con casi toda probabilidad, no volveríamos a tiempo para ver el capítulo del día. Horrible. Y en la playa no hacía más que preguntar por la hora y si aún quedaba mucho para irnos, porque «estoy aburrido». Una vez, de tan pesado e insistente, me gané un capón de mi padre. Mi padre propinaba unos capones que dolían mucho. Y mi hermana se reía.

Mi hermana, en una de esas sorpresas que se le ocurre dar —en plan «espontáneo»— por el Día de Reyes, quiso que recordara mis perretas infantiles regalándome un Mazinger Z de tamaño descomunal. Aunque parezca extraño me hizo bastante gracia e, incluso, ilusión. Tal vez estoy entrando en la crisis de los cuarenta y empiezo a añorar las sensaciones y emociones de la infancia, pero lo cierto es que lo he puesto al lado del ordenador de mi casa. Así, para que me mire a los ojos cuando esté por allí. No todos tienen la posibilidad de ver cada día a uno de los iconos de su infancia. Mola mucho y es casi tan alto como el iMac de 24". En el fondo no dejo de ser un niño grande.

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El punto anecdótico lo pone el hecho de que, días antes, buscando unos regalos para la sobrina de mi mujer, me tropecé con otra copia en una juguetería y pensé, inmediatamente, «si mi hermana lo ve seguro que me lo regala». Y me lo regaló. Y dudo que nadie le chivara nada porque no llegué a comentarlo con nadie. Fue un pensamiento tan fugaz que tal como vino se fue. Pero conozco lo suficiente a mi hermana como para que la red neuronal del instinto supiese que, siendo como es, seguro que no sería descabellado que me lo regalase. Y ahí lo tengo. ¿Poderes de presciencia? No lo dudo, porque no es la primera vez que me pasa. Pero tampoco le doy demasiada importancia. Para lo que sirve, que es bien poco, mejor ignorarlo.

Mi relación con la playa no ha cambiado demasiado en treinta años. No creo que tuviera mucho que ver con la impotencia de no llegar a ver el capítulo de Mazinger Z —y entonces no creo que hubiera nada peor que pudieran hacerme mis padres— o con el capón de mi padre, el que apenas llegó a ponerme la mano encima en contadísimas ocasiones —y siempre consciente de haberlo ganado a pulso— y que se conformaba con un capón o con un cachetón como castigo único y absoluto —la unicidad del acto que se transforma en un mensaje rotundo—. Prefería el cachetón, que sonaba más pero dolía menos. Mi padre tiene buenos nudillos, y yo muy sensible la tapa de los sesos. Mi relación con la playa no ha cambiado mucho porque sigue sin gustarme demasiado pasar horas y horas y horas haciendo el lagarto, sintiendo mi piel llena de arena pegada y que el sudor mezclado con los protectores solares hacen que se convierta en una especie de rebosado. Una croqueta humana que respira mientras se cuece en sus propios jugos. No, no me gusta la playa. Algo extraño para ser un canario. De ahí que un reportero interpretara incorrectamente la palidez de mi piel y la asociara con que trabajo en Madrid. Pero eso es una historia ya contada.

Esta entrada ha sido importada desde mi anterior blog: Píldoras para la egolatría

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Por último pedir diculpas por el contenido. Es de muy mala calidad y la mayoría de las entradas recuperadas no merecían serlo. Pero aquí está esta entrada como ejemplo de que no me resulta fácil deshacerme de lo que había escrito. De verdad que lo siento muchísimo si has llegado aquí de forma accidental y te has parado a leerlo. 😔